En el ático, Aelin observaba desde la penumbra. El mapa digital sobre la mesa mostraba tres nombres rodeados en rojo. Tres puntos de apoyo que habían sostenido a Leonard cuando todo lo demás tambaleaba:
Eduardo Mancini, el banquero.
Rafael Aguirre, el editor.
Claudia Varela, la consejera política.
Darian, de pie a su lado, la observaba en silencio. Sabía que cuando Aelin fijaba esa mirada helada en un nombre, era cuestión de tiempo.
—Leonard piensa que aún tiene aliados —susurró Aelin, acariciando con el dedo los tres círculos rojos—. Pero su poder se sostiene en tres piernas débiles. Si las quiebro, él caerá por su propio peso.
Darian asintió, aunque en sus labios se dibujó una media sonrisa.
—Los estás cazando como piezas de ajedrez.
—No —replicó ella, con voz grave—. Como pilares de un templo que merece derrumbarse.
La bóveda del banco Mancini era un monumento al ego de su dueño: mármol, cámaras, puertas blindadas. Pero aquella noche, toda la seguridad no sirvió de nada.