La ciudad parpadeaba a lo lejos como un enjambre de luciérnagas nerviosas. Desde el ventanal del piso cuarenta, el mundo parecía pequeño; Isabella siempre había amado esa sensación de mirar a todos por encima del hombro. Aquella noche, sin embargo, la altura no le daba poder. La elevaba al centro de una tormenta.
Dejó el bolso sobre la consola, se descalzó y caminó hacia la cocina. La pantalla del refrigerador mostraba la hora a trazos azules. Sirvió agua. La casa estaba extrañamente silenciosa, más que de costumbre. Tomó un sorbo… y entonces lo vio.
Sobre la cubierta de mármol, perfectamente centrada, descansaba una pluma negra.
El vaso tintineó entre sus dedos. Un frío, fino y agudo, le subió por la nuca.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, sin querer escuchar respuesta.
Las luces del pasillo se atenuaron hasta el mínimo. Un zumbido contenido atravesó el aire, como si el edificio contuviera la respiración.
—No llames a nadie —dijo una voz detrás de ella, baja, templada, inapelable—.