El coche se alejaba de Villa Orquídea mientras el sol descendía hacia el mar. El cielo estaba teñido de tonos naranjas y púrpuras, y el viento fresco entraba por la ventanilla entreabierta. Aelin mantenía el alfiler de plata en la mano, ese pequeño objeto con la estrella de ocho puntas que ahora parecía arderle en la piel. No era un simple adorno: era la llave de su identidad, la confirmación de que había sido hija de los duques de Asturias, no de una familia cualquiera que se avergonzó de ella.
La verdad dolía, pero era liberadora. Sus padres la habían abandonado no por vergüenza, sino por protegerla de los Delacroix. Y aun así, toda su infancia había sido marcada por el vacío, por la frialdad de Amanda y Esteban, por el desprecio de Leonard. Apretó los dientes. Todo ese dolor no había sido en vano.
Darian la observaba en silencio desde el asiento contiguo. No intentaba interrumpir sus pensamientos, pero su presencia era suficiente para que Aelin no se sintiera sola. Sasha, al fren