El sótano de Villa Orquídea olía a papel antiguo y a humedad. Las linternas recortaban rectángulos de luz sobre baúles y estantes. Aelin tenía las manos manchadas de polvo y tinta, pero no le importaba: cada caja abierta era una puerta, cada carpeta, un puente tendido hacia unos padres que, por fin, dejaban de ser sombras.
—Tomemos aire —susurró Darian, apoyando una mano en su hombro.
Aelin negó con la cabeza. Había visto un sello distinto, no el lirio de los Delacroix, sino un escudo con corona mural y una estrella de ocho puntas. La cinta que lo rodeaba decía en latín Hispania Australis. Abrió la caja con cuidado. Dentro había un conjunto ordenado con precisión casi obsesiva: un libro de familia encuadernado en cuero verde, un sobre de notaría española, fotografías en color, y una cajita de plata con la tapa grabada: A..
Sasha acercó la luz.
—Ese no es el sello de Liria —dijo, grave.
Aelin tomó el libro de familia. En la primera página, caligrafía limpia:
Casa de Asturias
Don