El amanecer en la ciudad de París no trajo calma aquella mañana. En una de las residencias más antiguas de Europa, las cortinas de terciopelo fueron abiertas con brusquedad y el conde Guillaume Delacroix golpeó la mesa del despacho con tanta fuerza que los papeles se desparramaron por el suelo.
—¡La bóveda fue abierta! —gritó con la voz cargada de furia contenida—. ¡Villa Orquídea no debía ser tocada por nadie más que nosotros!
Frente a él, su esposa, la condesa Liria Delacroix, mantenía la compostura, aunque el temblor en sus manos la traicionaba. De pie junto al ventanal, con su vestido color borgoña y su cabello recogido en un moño impecable, tenía el porte de una mujer que había aprendido a dominar la crueldad con elegancia.
—¿Estás seguro de que fue ella? —preguntó, sin girarse.
El conde apretó los dientes.
—Nuestros contactos en la frontera lo confirmaron. La mujer estuvo en la villa acompañada de dos personas. Entraron por la puerta principal. Forzaron el candado de la bóv