El reloj marcaba las once y media de la noche cuando Miranda llegó frente a la casa. La brisa era fría, y el murmullo de la ciudad se filtraba entre los árboles de la calle. Se quedó unos segundos dentro del taxi, con las manos aún temblorosas mientras sostenía su bolso, ella le había dicho al taxista que aguardara un poco que le pagaría extra el tiempo que se tomara antes de bajar del coche. Ella recordaba el rostro de Adrián, su mirada de confusión y reclamo, y la voz de Sara —dulce, manipuladora, venenosa— seguían dando vueltas en su cabeza como un eco que no se detenía.
No quería entrar. No quería ver a nadie.
No quería encontrarse con él, ni con las explicaciones que seguramente la esperarían.
Tomó su bolso, respiró hondo y, en un impulso le dijo al taxista— vámonos de este lugar.
Mientras el conducía, las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas al principio, hasta convertirse en un torrente que le nublaba la vista. El señor del taxi la observaba por el retrovisor, pero no se a