El día transcurrió en una calma engañosa.
Desde la ventana del estudio, Miranda observaba el jardín con el pensamiento lejos, tan lejos que apenas percibía el paso de las horas. El canto de los pájaros, el suave murmullo del viento entre las hojas, todo parecía distante.
El desayuno con Sara aún le rondaba la mente, pero más que enfado, lo que sentía ahora era una mezcla extraña de agotamiento y vacío.
A media tarde, escuchó los pasos firmes de Adrián acercándose por el pasillo.
Se giró lentamente cuando la puerta se abrió.
—Te estaba buscando —dijo él, apoyándose en el marco, con una expresión más serena que la de los últimos días.
Miranda se mantuvo en silencio, sin saber bien qué esperar.
—Quería hablar contigo —continuó Adrián, entrando al estudio—. No quiero que sigamos así.
—¿Así cómo? —preguntó ella, girándose del todo para enfrentarlo.
—Distantes. En guardia. —Su voz sonó sincera, casi cansada—. Sé que he cometido errores… demasiados. Pero estoy dispuesto a enmendarlos, si tú