Esa noche, el reloj siguió marcando las horas en la penumbra, mientras Miranda, sola en el salón, pensaba en Sara, en Adrián, y en la delgada línea que separaba la verdad de la manipulación.
No sabía si todavía amaba al hombre que dormía al otro lado del pasillo.
Pero sí sabía una cosa: Sara no era lo que parecía.
El aire en la casa era denso, casi pesado. El silencio se mezclaba con el rumor del viento golpeando los ventanales, como si la noche misma supiera que algo estaba cambiando entre ellos.
Miranda se puso de pie, respiró hondo y comenzó a subir las escaleras lentamente. Cada peldaño sonaba como un eco de sus pensamientos.
Al llegar al pasillo, notó que la puerta de la habitación principal estaba entreabierta. Una luz tenue escapaba por la rendija.
Frunció el ceño. Estaba convencida de que Adrián dormiría en la habitación de huéspedes, como había hecho las últimas noches.
Sin embargo, al abrir la puerta, lo vio allí, dormido en su lado de la cama, con el brazo extendido y el ro