Miranda permaneció unos segundos sola en la cocina, respirando el aire espeso que Sara había dejado atrás.
El reloj marcaba las diez y media, y el eco de la conversación aún resonaba entre las paredes como una advertencia silenciosa.
Cada palabra, cada mirada, había dejado una huella difícil de borrar.
Finalmente, tomó aire, se enjugó las manos temblorosas con un paño y decidió subir a su habitación.
El pasillo estaba tenuemente iluminado. Las luces indirectas proyectaban sombras largas sobre el suelo de madera, y el silencio de la casa resultaba casi sofocante.
A cada paso, Miranda sentía cómo su mente giraba en torno a una sola idea: Sara no era solo una cuñada.
Aquella mujer lo conocía demasiado bien, lo observaba con una devoción que no tenía nada de fraternal.
Y lo más inquietante era que Adrián parecía no notarlo… o fingía no hacerlo.
Cuando empujó la puerta de su habitación, se detuvo.
Adrián estaba allí.
De pie, junto a la ventana, con la chaqueta sobre el respaldo de una sill