Esa noche, durante la cena, Sara insistió en preparar uno de los platos favoritos de Adrián.
“Solo algo sencillo”, había dicho con su sonrisa impecable, la misma que usaba para envolver a todos en su aparente dulzura. Pero cuando Miranda bajó al comedor, el aire olía a jazmín y madera, y la escena que encontró ante sus ojos distaba mucho de ser sencilla.
La mesa estaba servida con una elegancia que rozaba lo teatral. Velas blancas proyectaban destellos suaves sobre la cristalería, las flores estaban dispuestas con precisión casi quirúrgica, y un vino tinto de añada costosa reposaba abierto junto a los platos. Todo parecía preparado para una celebración… o para impresionar a alguien en particular.
—Espero que no te moleste —dijo Sara al verla entrar—. Le pedí a los cocineros que me dejaran ayudar un poco. Quería agasajar a Adrián.
Miranda sonrió con educación, aunque en el fondo de su pecho algo se tensó.
—No tienes que preocuparte por eso. Estoy segura de que Adrián lo agradecerá.
Su