La luz de la mañana entraba por los ventanales como un velo dorado que cubría la estancia. Miranda se levantó temprano, sintiendo la frescura del aire que se filtraba por las cortinas entreabiertas. Por un instante, la casa parecía un refugio tranquilo, silencioso, casi pacífico.
Bajó las escaleras despacio, con el cabello recogido en una trenza suelta y una blusa de lino color crema. El aroma a café y pan recién hecho la envolvió antes incluso de llegar al comedor. Sobre la mesa, el desayuno estaba servido con precisión meticulosa: café, jugo de naranja, tostadas, mermelada, fruta cortada en cubos exactos. Todo dispuesto con un cuidado que reconocía de inmediato: era el toque de Adrián.
Pero él no estaba allí.
Miró a su alrededor, esperando encontrarlo leyendo el periódico o revisando su teléfono. Nada. Solo el silencio. Un sobre cerrado descansaba junto a su taza de café.
Lo abrió con cuidado. La caligrafía de Adrián, firme y elegante, la saludó desde el papel:
“Salí temprano. Tenía