La galería estaba tranquila esa tarde.
Miranda caminó entre los cuadros, reconociendo los rostros conocidos, los comentarios triviales de los visitantes, el murmullo del vino sirviéndose en las copas.
Era un mundo que le pertenecía.
Uno donde podía respirar sin sentir el peso de los muros de la mansión.
Algunos colegas se acercaron a saludarla. Otros, simplemente le dedicaron miradas curiosas. Hacía meses que no se la veía en público.
—Miranda, ¡qué gusto verte de nuevo! —exclamó una mujer de cabello corto, copa en mano—. ¿Todo bien?
—Sí, todo bien —respondió ella con una sonrisa ensayada—. Solo necesitaba… tiempo.
Pasó una hora observando las obras, charlando con algunos artistas. Pero en cada conversación, en cada paso, sentía la sombra de Adrián detrás de ella.
No físicamente, sino en su mente. Como si su mirada la siguiera incluso a kilómetros de distancia.
Y sin embargo, a ratos, esa sombra se confundía con otra más real.
Una figura al fondo del pasillo, quieta. O un reflejo fuga