Terrores nocturnos

Y entonces se escuchó ese grito desde la habitación de Isabella.

Perfecto. Como si nos faltara algo más.

—¡Papá!

Corrimos hasta su habitación. Ahí estaba, sentada en la cama como una muñeca rota, temblando con las sábanas arrugadas entre las manos. El rostro empapado en sudor, los ojos desorbitados.

—¿Qué pasó, Isabella? —me acerqué.

Me miró con esas lágrimas que luchaban por no salir.

—Soñé con ella… con mamá… —la voz le temblaba—. La vi en mi cuarto, hablándome, tocándome el pelo. Y yo… yo soñé que la mataba.

Massimo se sentó a su lado y la abrazó como si fuera una nena chiquita, acariciándole el pelo.

—Isabella…

—Me da miedo, ¿entienden? —siguió ella, sollozando—. Siempre pensé en ella. Y ahora que sé lo que es… ahora que vi lo que hizo… la odio.

—No tienes por qué cargar con eso, hija —le dijo el padre con la voz baja.

—Sí, papá. Sí cargo con eso. —se quitó las sábanas de encima—. La odio tanto que sueño con matarla. Y me siento culpable por pensarlo.

Massimo la abrazó más fuerte.
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