Que Isabella volviera a dormirse no fue fácil.
No quería cerrar los ojos, cada vez que los párpados se le cansaban los abría de golpe. A lo mejor tenía miedo de que la madre se le apareciera de nuevo. Se retorcía, lloraba de a ratos, respiraba entrecortado. Una hora, una hora tardó en conciliar el sueño otra vez.
Le acomodé el cabello y me levanté despacio. Victoria estaba en la puerta, con los brazos cruzados clavándome los ojos.
—Tienes que protegerla como sea —me dijo.
La miré fijo.
—Lo voy a hacer, lo estoy haciendo. Pero no alcanza con esconderla detrás de guardias. Hay que cortar el problema de raíz.
—¿Y cómo lo harás?
—La voy a encontrar. A Francisca. Y la voy a enterrar donde nadie vuelva a encontrarla.
Tragó saliva, bajó la mirada.
—Hazlo, Massimo. Porque si vuelve a tocar a Isabella, no la vamos a recuperar nunca.
Me acerqué y le tomé la cara entre las manos.
—Escúchame bien. La voy a encontrar. No importa dónde se esconda, con quién esté, cuánto cueste. La voy a encontrar.