Estaba abajo, en la bodega. Olía a óxido, humedad y miedo. Ese olor lo conocía de memoria. Era el mismo que respiraba un hombre que estaba a punto de cantar o de morir.
El guardia estaba atado a la silla en medio del cuarto. Tenía las manos amarradas atrás, la frente sudada, la camisa empapada. Me miraba fijo, con los ojos vidriosos.
—Dime, ¿quién te pagó para abrir las puertas?
El hombre bajó la vista, murmurando algo que no entendí.
Le metí un golpe seco con la culata de la pistola en la boca. Escupió sangre y un diente rodó por el suelo.
—Te lo repito una sola vez más. ¿Quién?
Nada. Solo un gemido.
Apoyé la pistola en su rodilla.
—Si no hablas, mañana tu familia estará recogiendo los pedazos que queden de ti, hijo de puta.
Tino abrió la puerta y asomó la cabeza como si fuera un nene curioso.
—Jefe —dijo, cerrando la puerta—. Tengo algo.
—Habla —ordené, sin apartar la vista del hombre.
—Estuve esta tarde en un bar del puerto. Uno me dijo que Francisca estuvo en contacto con los Pucc