No le contesté. Tenía que mantenerla calmada hasta que llegara Massimo.
—Isabella, ven acá —le dijo Francisca extendiendo la mano libre—. Quiero verte bien. Estás igualita a mí cuando tenía tu edad.
—No me parezco a ti.
—Tienes mis ojos. Mi boca. Hasta la forma de parar las manos cuando estás nerviosa.
Isabella se tocó las manos inconscientemente. Francisca se dio cuenta y se rió.
—¿Ves? Eres mía, hija. La sangre no se puede negar.
—No soy tu hija, no soy la hija de una traidora. ¡Tú estabas por entregar a mi papá!
—¿Y dónde está tu papá ahora? —Francisca me apuntó otra vez—. Te dejó con esta cualquiera.
—¡No le digas así!
—¿Por qué la defiendes tanto? ¿Te trata bien? ¿Te compra cosas lindas?
Isabella no respondió, pero pude ver que estaba pensando. Francisca se estaba metiendo en su cabeza.
—Yo puedo darte todo lo que quieras, Isabella. Podemos irnos lejos, conocer el mundo. Solo las dos.
—No quiero irme. Esta es mi casa.
—Esta casa está llena de criminales y asesinos. ¿Sabías eso? T