Alessandro
Estaba terminando de atar las muñecas de Francisca en el asiento trasero, había que asegurarla bien después del escándalo que había armado con Isabella. Y noté que todavía estaba ese olor a podrido el auto. Los gritos de mi sobrina me seguían rebotando en la cabeza, un eco que no se iba a callar en un buen rato.
Me distraje un segundo viendo esa sonrisa de mierda que tenía Francisca en la cara. Más que sonrisa parecía veneno puro.
La última vez que había estado en un auto con esta mujer, ella se estaba yendo de la vida de mi hermano para siempre. Y ahora, otra vez, yo la estaba sacando de su vida. Solo que esta vez no íbamos al aeropuerto. La llevaba de vuelta al mismo agujero del que nunca debió haber salido.
El chofer y el copiloto mantenían la vista al frente, como si no existiéramos. Como si no pudieran oír la respiración de Francisca. Encendí un cigarro, no por ganas, sino porque necesitaba algo que me ayudara a no oler ese perfume barato con el que intentaba disfrazar