La paciencia del odio

La vi desde el otro lado del salón y me dieron ganas de vomitar. Victoria, con ese vestido barato que pretendía ser elegante, sonriendo como si fuera la dueña. Como si tuviera derecho a estar con Massimo.

Patética.

Se movía entre la gente, trataba de ser simpática, de encajar. Era una don nadie que había conseguido llamar la atención de Massimo por cinco minutos. Nada más que eso.

La forma en que lo miraba me daba asco. Al parecer no sabía que los hombres como él aburren rápido de las mosquitas muertas como ella.

—¿La conoces? —me preguntó Elena, siguiendo mi mirada.

—Lamentablemente —murmuré, tomando un sorbo de champagne—. Es la nueva obsesión de mi Massimo.

—Ah, esa. Pensé que ya se habría aburrido.

—Dale tiempo.

Pero algo me dijo que no sería rápido cuando vi cómo Massimo la miraba. No era la mirada siempre, era diferente. Más intensa, más... real.

Así miraba a Francisca, otra cualquiera. Otra perra que trató de llevarse lo que era mío.

Creyó que con ese truco sucio de quedarse em
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