Fue increíble, terriblemente apasionado, completamente desastroso. Estaba desnuda en sus brazos, pero no me sentía expuesta, ni insegura, me sentía hermosa.
Lo tenía abrazado de la espalda, mientras él me besaba el hombro. Mientras nos calmábamos. Su barba me hizo cosquillas y empecé a reírme. Una de esas risas que nacen de la locura misma, de la satisfacción, de la felicidad.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Nada —y seguí riendo.
Me miró y sonrió. La primera sonrisa que me regalaba. Tuve el impulso de tomarle la cara con las manos y besarle la nariz. Y él me dio más de esos besos chiquitos con esa boca grande.
—¿Ahora qué hacemos? —pregunté.
—Ahora eres mía, Victoria —respondió serio—. Mía y no quiero dejarte ir.
—¿Es una de esas cosas de mafioso posesivo?
—Sí, es eso.
Estuvimos un rato largo solo abrazándonos. Era más que eso de que te gustaran los chicos malos, era más que sexo. Me volví a acordar de la gitana y sus cartas.
Entonces golpearon la puerta.
—Massimo —se escuchó bajo. Era Ale