No sabía qué carajo estaba haciendo con Victoria despertándose en mi cama, estirándose como si fuera suya, mirándome con esa sonrisa que me partía la cabeza desde el primer día. Yo parado junto a la ventana fumando porque necesitaba las manos ocupadas, porque si no las mantenía ocupadas iba a volver a tocarla y no iba a parar hasta que gritara mi nombre otra vez.
Llevábamos tres días así y no me acostumbraba. A verla moverse por la casa con más confianza, sin esconderse. A despertarme con su olor en las sábanas. A esa sensación en el pecho cada vez que me miraba.
—Siempre fumas apenas te levantas —dijo, con esa voz ronca de recién despierta.
—Solo cuando no puedo dormir.
Se incorporó, las sábanas se le resbalaron y tuve que apretar el cigarrillo entre los dedos para no tirar todo a la mierda.
—Dormiste mal otra vez. ¿Por la pesadilla?
No, ya no había más pesadillas. Ella me las espantaba cuando dormía conmigo. Era raro. Era la preocupación que no dejaba de rondarme la cabeza, la pregu