Promesas rotas.

La luz de la luna se filtraba por las cortinas de las ventanas, mientras Anya permanecía acostada con los trillizos cerca. Nadie volvió a molestarla hasta que, pasadas las ocho, una suave llamada en la puerta interrumpió el silencio.

—Señora Vanderbilt, la cena está servida. —Dijo la empleada con voz tímida, pero con la misma cortesía profesional que había tenido antes.

Anya no respondió, miró a sus hijos, aún dormidos, y los acomodó con delicadeza antes de cubrirlos con una mantita. Luego se levantó, no por obligación, no quería verse débil, pero estaba hambrienta, no había comido nada en horas que parecían siglos en esa mansión.

Abrió la puerta y descendió las escaleras con pasos lentos, la herida en su vientre aún dolía demasiado y lo último que quería era abrirla de nuevo.

Cuando llegó al comedor, lo vio allí.

Edward estaba sentado a la cabecera, como siempre, o al menos como aquella noche en la que lo conoció, cuando ella y su abuelo fueron a la mansión para concertar lo del matr
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