Mi objeto más preciado.

La habitación estaba en penumbra.

Solo la lámpara de noche proyectaba un poco de luz sobre las sábanas blancas, donde los pequeños cuerpos de sus hijos dormían con la boca entreabierta y los puños cerrados.

Anya permanecía sentada en la esquina del sofá, abrazando sus rodillas, observándolos sin parpadear.

No se movía. Casi no respiraba, no podía dormir en esa casa, temía que al hacerlo, él se escabullera y la lastimara como en su noche de bodas.

Desde que se casó con él, pocas cosas la habían hecho sentir paz, pero ver a sus hijos, tan tiernos y tan pequeños, le hacía creer que la vida le sonreía.

Sus dedos temblaban ligeramente al rozar el borde de la manta. Y sin pensarlo, los nombres de sus hijos emergieron.

Se incorporó lentamente y con las manos apoyadas sobre las sábanas arrugadas, observó los tres niños diminutos que respiraban en perfecta sincronía.

Eran tan parecidos entre sí y, al mismo tiempo, tan distintos.

Uno se movía inquieto incluso dormido. Otro dormía como si no e
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