Rayo de esperanza.
La luz del atardecer se colaba por una rendija oxidada en lo alto del techo. Alan apenas se movía. Llevaba más de un día sin probar bocado, y aunque el hambre hacía rugir su estómago, la humillación era más dolorosa. Los hombres ya no hablaban tanto; ahora simplemente lo miraban como si esperaran que se torturara solo.
—¿Saben qué es lo peor? —Murmuró Alan, sin levantar la vista—. Que he terminado por aceptar que quizás sí merezco estar aquí.
—¡Oh! ¡Un rayo de lucidez! —Ironizó el hombre del cigarro desde la silla, hojeando lo que parecía un informe—. Deberías estar orgulloso. Ya estás empezando a hablar como alguien que entiende las reglas del mundo.
El otro hombre de pie junto a la puerta, soltó una carcajada seca.
—Mereces una recompensa por esto; quizás podríamos contactar a tu familia ¿Quieres que les avisemos? ¿O que entreguemos tu cuerpo para que tengas un digno funeral?
—¿Anya siquiera sabe que estoy aquí? —Preguntó Alan en un susurro—. Apuesto a que ni siquiera lo saben; sol