Amar a quien me rechaza
Lo peor que hice en mi vida fue enamorarme de mi hermanastro Alfa, Gustavo Íguez.
Tenía doce años cuando mi madre se volvió a casar, y él fue el único en la manada que me trató con amabilidad. Me enamoré en el acto.
A los dieciséis, una banda de lobos errantes me atacó, y fue Gustavo quien, solo, se enfrentó a todos para protegerme.
A los dieciocho, cuando se envenenó con acónito y estuvo al borde de la muerte, mi loba me susurró que él era mi compañero destinado.
No lo dudé: doné mi médula ósea para salvarle la vida.
Esa misma noche, al verlo dormir pálido y débil, no pude resistir la tentación y le besé la comisura de los labios.
En ese instante abrió los ojos, se sonrojó y me dijo:
—Sofía Tónez, somos hermanos, no deberías cruzar esa línea.
Desde entonces empezó a evitarme, como si todo lo ocurrido hubiera sido un error imperdonable.
Hasta que un día a su prometida, Livia Rosales, le diagnosticaron una extraña enfermedad en la sangre, y la única compatible para una transfusión era yo.
Fue la primera vez que me pidió algo casi en un susurro:
—Si haces esto por ella, aceptaré lo que quieras pedirme.
Pero yo ya estaba débil por la donación de médula, y donar sangre ponía en serio riesgo mi salud.
Lo rechacé.
Al final, Livia murió.
Él no derramó una sola lágrima... se comportó como si nada hubiera pasado.
En el funeral de Livia, él tiró al suelo el retrato que yo le había pintado y, con una dureza helada, me soltó:
—¡Te enamoraste de tu propio hermano! ¡Qué vergüenza!
A partir de ahí me convertí en el hazmerreír de la manada. La humillación me ahogó... la desesperación me llevó al límite y, en un estado de confusión, caí al lago y me hundí.
Cuando abrí los ojos, volví al momento en que me pidió que le donara sangre.
Esta vez acepté sin pensarlo: lo hice para saldar la última deuda que tenía con la familia Íguez.
Al final, Gustavo y yo ya estábamos separados, y entre nosotros no quedaba ninguna deuda pendiente.