Dejé de ser su Luna... ¡y el Alfa enloqueció!
Cada semana, mi Alfa Bruce llevaba a una mujer distinta a casa, y frente a mí, en nuestra propia cama, se entregaba al desenfreno.
Cada traición desgarraba mis sentidos; dolía como si unas garras afiladas me abrieran el alma.
Él me odiaba; por eso me torturaba, una y otra vez, burlándose de mi confianza con su traición carnal.
La noche de nuestro décimo aniversario llevó a la amante que había mantenido en secreto durante cinco años hasta nuestro territorio.
Ella calzaba mis tacones, vestía mi traje de gala hecho a medida y lucía el anillo y el collar que yo había creído símbolos de nuestra promesa.
Él, de pie ante todos los invitados, se burló:
—¿No te gusta su vestido? Quítate el tuyo y dáselo. Ah, y esta noche no necesito que me atiendas. Ella es cien veces mejor que tú en la cama.
La multitud estalló en carcajadas, convirtiéndome en su objeto de burla. Pero yo me levanté con calma y lo miré:
—Quiero romper el vínculo.
Él reaccionó como si oyera el chiste más aburrido:
—Eso lo has dicho cien veces; ya me harté. ¿De verdad estás dispuesta a renunciar al puesto de Luna? Te arrastraste para que te marcara; tú te aferraste sin dignidad.
La gente volvió a reírse a carcajadas. Pero ellos no sabían que, de todas esas cien veces, esa vez yo estaba decidida a terminar con esa agonía.
Esa vez no lo quería ni a él ni al poder y la gloria de ser su Luna.
Había decidido romper por completo el lazo de nuestras almas.