De su chica a la princesa de la mafia
En el Upper East Side de Nueva York vivían dos herederos: uno, un fanático de la velocidad que se adueñaba de las pistas de carreras; el otro, un genio de las finanzas que movía capitales a su antojo.
Venían de familias igual de poderosas y, aunque sus personalidades eran opuestas, crecieron juntos y cada uno veía en el otro a su único amigo incondicional.
Se habían peleado por mujeres, habían discutido a gritos por apuestas en las carreras... y aun así, a los quince años coincidieron por primera y única vez en algo: llevar colgado un pin de cobre sencillo, con una "M" grabada de forma apenas visible en la parte trasera.
Era una pieza que Mía había hecho casi sin pensar, en una clase de manualidades, sin que nadie en el salón supiera quién era en realidad.
Ellos, en cambio, llevaron ese pin durante diez años.
Ni en un podio de Fórmula 1, ni cerrando una inversión millonaria en la Bolsa... jamás se lo quitaron.
Hasta que apareció Elena.
La hija consentida de un nuevo magnate, que les cosió a mano un parche de tela con hilo dorado.
Simple, como esos que en un tianguis o feria venden tres por un dólar.
Pero, sin decir una palabra, ambos se quitaron el pin de cobre y se pusieron el parche nuevo.
Mía no comentó nada.
Solo guardó en silencio una vieja fotografía de ellos que había recortado de un periódico.
Esa noche, llamó a su padre en Sicilia.
Su voz sonó tranquila, firme:
—Papá... acepto la alianza matrimonial.