En una noche oscura, una bruja llamada Esmeralda corría por el bosque con lágrimas corriendo por su rostro. Su esposo planeaba matarla, y ella huía desesperadamente con su hija recién nacida en brazos. Querían darle muerte porque ella, esposa de un brujo, había dado a luz a una híbrida, mitad bruja y mitad loba. Meses atrás, Esmeralda había sido atacada por un lobo y quedó embarazada, pero mantuvo el secreto. Cuando su esposo regresó de una misión, se sorprendió al encontrarla encinta. Aunque dudó, permitió que el embarazo siguiera su curso. Al nacer la niña, su esposo decidió matarlas a ambas. Esmeralda, con su hija en brazos, llegó a un claro en el bosque y, entre sollozos, clamó a la diosa Luna por la vida de su hija. En ese momento, su esposo la alcanzó y la mató con un hechizo. Sin embargo, cuando intentó atacar a la bebé, esta desapareció misteriosamente.
Leer másLa luna llena bañaba con su luz pálida el campamento del aquelarre, dibujando sombras inquietantes sobre las tiendas de campaña y fogatas moribundas.
El viento, que ululaba entre los árboles, traía consigo el eco lejano de una guerra que se libraba más allá del horizonte. Alaric, el líder del aquelarre, había partido en una misión crucial para sofocar la creciente violencia entre los clanes de brujos, enfrentados por poder, territorios y viejas rencillas. Antes de partir, dejó a Esmeralda, su esposa, a cargo del campamento. Conocida tanto por su belleza como por su férrea justicia, los suyos la respetaban y seguían sin cuestionamientos. Sin embargo, mientras Alaric lidiaba con enemigos distantes, una amenaza mucho más cercana se acercaba a ellos. El ataque llegó sin previo aviso. Una horda de hombres lobo, liderados por su despiadado Alfa, irrumpió con una violencia inhumana. Los brujos lucharon con todas sus fuerzas, conjurando hechizos y desatando su magia para resistir el embate. El aire se llenó de gritos y rugidos, de destellos de magia y desesperación. Pero a pesar de su valor, fueron superados en número. El Alfa, un ser imponente y sediento de venganza, buscaba castigar a Alaric por viejos agravios. Sabía que atacar en su ausencia sería el golpe perfecto. En medio del caos, encontró a Esmeralda, quien luchaba con valentía para proteger a los suyos. Con una brutalidad fría, la capturó y la llevó al interior del bosque. Esmeralda se resistió con todas sus fuerzas, pero el Alfa era demasiado fuerte. La sometió de la forma más cruel, abandonándola rota en la oscuridad del bosque. Con el cuerpo magullado y el alma destrozada, ella reunió las fuerzas suficientes para regresar al campamento. Lo que encontró al volver era devastador: cuerpos inertes de sus compañeros, las tiendas destruidas, y el dolor flotando en el aire como una niebla densa. Alaric regresó días después, con la misión cumplida pero con una sensación de inquietud que no podía sacudirse. Al ver la destrucción que había azotado su hogar en su ausencia, su interior se quebró entre la furia y la desesperación. Encontró a Esmeralda entre los sobrevivientes, su rostro estaba pálido y sus ojos cargados de una tristeza que parecía inconmensurable. Ella, atrapada por el miedo y la vergüenza, no le confesó lo ocurrido en el bosque. —¿Qué sucedió aquí? —preguntó él, angustiado, mientras tomaba su mano. —Los hombres lobo nos atacaron... eran demasiados —murmuró ella, sin atreverse a mirarlo. El ataque quedó atrás, pero las heridas no sanaban. Pasaron los meses y una sombra oscura se crecía sobre el aquelarre. Un día, Esmeralda colapsó mientras cumplía con sus deberes. Las brujas que la atendieron pronto descubrieron que estaba embarazada. La noticia corrió como el viento por todo el campamento, y con ella, los rumores y las miradas inquisitivas. Alaric la enfrentó, exigiendo la verdad. Bajo la presión y el dolor, Esmeralda confesó el horrible crimen del Alfa. —El Alfa... me forzó —dijo entre lágrimas, rota por la humillación. El corazón de Alaric se desgarró. Amaba a Esmeralda con cada fibra de su ser, pero la duda y el dolor lo consumían. Según las leyes ancestrales del aquelarre, cualquier bruja que fuera deshonrada debía pagar con su vida. Sin embargo, él no podía condenarla sin saber la verdad sobre el bebé que ella llevaba en su vientre. —No puedo decidir ahora —dijo Alaric, conteniendo su tormento—. No sin saber la verdad. En una decisión desesperada, Alaric selló los poderes de Esmeralda y la confinó en una celda fría y oscura. Así, ganaba tiempo para resolver el conflicto que lo desgarraba. Esmeralda, desde su encierro, suplicaba por su libertad y por el perdón de su esposo. —Alaric, por favor, déjame salir... —rogaba ella, aferrándose a los barrotes—. Necesito tu perdón. —No puedo... no hasta que sepamos la verdad —respondía él, atormentado por el peso de su decisión. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Dentro de su celda, Esmeralda sentía a su hijo crecer en su vientre, recordándole constantemente el horror que había vivido. Mientras, Alaric, abatido por la duda, buscaba respuestas en los antiguos grimorios y consultaba a los ancianos, esperando encontrar una salida que no implicara la muerte de su amada. Finalmente, una posibilidad se presentó. Un antiguo ritual podía revelar la verdad sobre el linaje del niño. Sin embargo, implicaba un sacrificio significativo y un riesgo que pocos estarían dispuestos a tomar. Alaric, decidido, lo preparó todo para la próxima luna llena, confiando en que esa sería su última esperanza. Bajo la luz espectral de la luna, el aquelarre se reunió en torno al círculo ceremonial. Esmeralda fue sacada de su celda, sus pasos llenos de incertidumbre mientras la llevaban al centro. Los cánticos comenzaron, y la magia ancestral llenó el aire. Alaric, con los ojos cerrados y el corazón en vilo, recitaba las palabras arcanas con una determinación feroz. —Por los antiguos poderes, revelad la verdad —entonó, alzando las manos hacia el cielo estrellado. La energía mágica envolvió a Esmeralda, y cuando la luz se desvaneció, un silencio sepulcral cayó sobre todos. Los ojos de Alaric se encontraron con los de ella. En ese momento, supo la verdad. El bebé que Esmeralda llevaba no era suyo.El bosque estaba tan silencioso que podía escuchar mi propia respiración acelerada. Aria permanecía frente a mí, inmóvil, con esa mirada que parecía atravesar carne, hueso y alma. Yo no necesitaba que me lo dijera… sabía que ella ya había visto lo que yo buscaba.Sus dedos se deslizaron suavemente por mi pelaje de loba. Sus manos eran cálidas, pero en el contacto había algo más: un peso, una advertencia. Cuando sus ojos plateados se encontraron con los míos, sentí como si la luna misma me hablara.—Está en las ruinas del acantilado de Draven —dijo al fin, y su voz sonó como el susurro del viento antes de una tormenta—. Pero no esperes encontrar al Arthur que amas.Mis patas se afirmaron contra la tierra. No me moví ni un centímetro. Sabía que lo que estaba a punto de decirme sería difícil de escuchar.—Si vas —prosiguió, con una calma inquietante—, no habrá vuelta atrás. Él… podría no reconocerte.No aparté la mirada. Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho, pero no había lu
No sé cuánto tiempo había pasado desde que lo vi desvanecerse entre mis brazos en aquella visión. El sol ya no estaba en el cielo, o quizá nunca lo estuvo desde que me trajeron aquí. El día y la noche se confundían en mi cabeza, como si el mundo entero se hubiera reducido a esa sensación en mi pecho: un hueco frío, húmedo e imposible de llenar.Llevaba horas… días… no lo sé… sintiendo ese mismo latido roto. Y aunque intentaba dormir, aunque intentaba dejar que mi mente se apagara para no pensar, algo me mantenía despierta: su ausencia. Era como vivir con una sombra pegada a la piel.Fue entonces cuando la sentí.No escuché sus pasos ni vi su silueta antes de que apareciera. Simplemente… la sentí. Una presencia suave, antigua, casi como un murmullo que acaricia el oído antes de pronunciar una palabra.La bruja entró a la habitación sin hacer ruido. Sus ojos eran oscuros, como si ocultaran una tormenta. Me miró durante un instante que se me hizo eterno, y por un segundo sentí que podía
★ EmilyNo recuerdo exactamente en qué momento mis párpados se volvieron demasiado pesados para mantenerse abiertos. El calor del brebaje que me hicieron beber aún quemaba mi garganta, su sabor amargo se pegaba a mi lengua como una capa viscosa imposible de tragar del todo. No era la primera vez que me daban una infusión de control, pero sí la primera vez que lo hacían contra mi voluntad.Me habían dicho que era por mi bien. Que la conexión que compartía con Arthur, ese vínculo extraño que había nacido de nuestro amor y de algo mucho más antiguo, podía destrozarme si él estaba luchando. Que sentiría todo lo que él sintiera… y que, si no me sedaban, terminaría convulsionando o peor.Pero yo sabía la verdad.No lo hacían para protegerme. Lo hacían para evitar que me interpusiera, para que no saliera corriendo hacia él. Porque me conocían demasiado bien… sabían que lo haría sin pensar.Al principio, la sedación funcionó. El mundo se volvió más lejano, como si estuviera bajo el agua. Mi c
La respiración me ardía en la garganta, como si estuviera inhalando brasas. Cada movimiento era un intercambio de carne y sangre. La daga pesaba más a cada instante, y la mirada de Alaric no tenía ni un destello de cansancio.Sangre mía manchaba su túnica, y la suya ennegrecía el barro bajo nuestros pies. Aun así, ninguno cedía un paso más de lo necesario. Era como luchar contra un espejo que aprendía de cada golpe, que respondía con la misma furia y precisión.El sonido metálico de las armas chocando era constante, seco, e implacable. Chispas de magia saltaban en cada colisión: la suya, negra y viscosa como aceite hirviendo; la mía, blanca y carmesí, chisporroteando como un relámpago herido.Un rugido hizo que mi corazón se detuviera un segundo.Leónidas.Lo vi por el rabillo del ojo: de rodillas, cubierto de heridas que no dejaban de sangrar. La copia de Emily estaba sobre él, presionando su brazo contra su cuello, empujando su cabeza hacia el barro. Su mirada fría brillaba con un o
El filo de la daga latía en mi mano como un corazón robado. Cada pulsación enviaba un cosquilleo gélido por mi brazo, como si el arma no solo estuviera viva, sino que supiera exactamente a quién debía reclamar al final de todo esto.Alaric me observaba desde unos pasos más allá, con los brazos relajados a los costados, como si la simple presencia de su magia fuera suficiente para aplastarme. La niebla se arremolinaba en torno a él, obediente, abrazando su silueta con un movimiento serpenteante.—Si piensas que esta vez será diferente, Arthur… —dijo, con esa voz que mezclaba burla y veneno—, te aseguro que morirás decepcionado.No respondí. No había palabras que valieran más que el primer golpe.Me lancé hacia él.La daga descendió en un arco rápido, buscando su garganta, pero Alaric se movió con la fluidez de una sombra, esquivando y girando a mi espalda. Sentí el aire cortado por su contraataque: una hoja negra, casi líquida, rozó mi mejilla y dejó tras de sí un ardor que se convirti
La niebla se enroscaba alrededor de nosotros como una criatura viva, cubriendo el suelo y tragándose nuestros pasos. El olor a tierra húmeda se mezclaba con un rastro inconfundible que hacía que cada músculo de Leónidas se tensara más con cada metro que avanzábamos. Caminaba unos pasos delante de mí, con la espalda erguida, el cuello inclinado hacia adelante, las fosas nasales abiertas como si quisiera arrancar el aire mismo de raíz. El alfa cazaba, y eso significaba que el peligro estaba cerca.—Está aquí… —murmuró con voz grave, casi gutural, como un trueno que se adentra en la tierra—. Muy cerca.El resto de mis brujos, nueve en total, se movía en silencio, con las manos crispadas sobre el metal de sus armas o las runas grabadas en sus bastones. Ninguno hablaba; el crujido de las hojas bajo las botas y el suave golpeteo de las cadenas de amuletos eran los únicos sonidos que nos acompañaban. El frío mordía los huesos, pero lo que helaba de verdad no era el clima: era la certeza de q
Último capítulo