NARRADO POR ELIZABETH
Subo a mi dormitorio sin mirar atrás. Las lágrimas me arden, pero no emiten sonido. Resbalan solas, saladas, implacables, quemando todo lo que alguna vez fui. No hay espacio para la esperanza. No hay espacio para la rabia. Solo ese vacío monstruoso que lo arrasa todo.
Lloro hasta que ya no hay lágrimas. Hasta que mi cuerpo se rinde, exhausto. Hasta que me hundo en un sueño roto, sin sueños. Como si el mundo hubiera decidido que ya no merezco siquiera consuelo.
A la mañana siguiente, una voz firme y educada me despierta. El ama de llaves. Su tono mezcla pena con resignación.
—Han venido a recogerte.
No pregunto quién ni adónde. Me levanto como un autómata, me cambio la ropa sin saber si combina, sin saber si me importa. Bajo las escaleras con la cabeza baja, cada paso más pesado que el anterior.
—¿No vas a despedirte de tu padre? —escucho detrás de mí, esa voz venenosa que me ha condenado desde que tengo memoria.
Me detengo, giro apenas la cabeza y, con toda la rabia contenida de una vida entera, le escupo:
—Púdrete en el infierno—
Él sonríe. Le encanta eso. Verme rota, pero aún con fuego en los ojos.
Un grupo de hombres me espera afuera, trajeados, silenciosos. Me suben a un coche sin palabras, como si mi historia ya no me perteneciera.
Me llevan al aeropuerto, luego a otro país. Grecia. Me lo dicen en el avión, pero podría ser el mismísimo Hades, me da igual.
Ni siquiera pregunto por qué. Estoy demasiado vacía como para tener curiosidad.
Al llegar, otro coche me recoge y me conduce por caminos solitarios hasta una mansión gigantesca, de mármol blanco y ventanales eternos. Imponente. Fría. Como si la hubieran construido para recordarte que no perteneces.
En la entrada, esperándonos, está un hombre. Alto, elegantemente vestido, cabello castaño oscuro, ojos grises tan intensos que casi duelen. Inmóvil. Como una estatua. Solo sus ojos se mueven, fijos en mí. Analizándome. Desnudándome sin tocarme.
Se levanta cuando salgo del coche. Es enorme. Metro noventa, quizá más. Su presencia lo llena todo.
Lo encaro, temblando por dentro pero fingiendo seguridad.
—¿Fuiste tú quien me compró?—
La palabra "compró" sale como veneno. Él no parpadea.
—Sí —responde sin emoción.
—¿Por qué? —pregunto, sin esperanza—. ¿Por qué me has comprado?—
Él sonríe. Pero no es una sonrisa amable. Es una sonrisa peligrosa. Impenetrable.
—Porque me interesas—
—¿Y qué quieres de mí? ¿Que te limpie la casa? ¿Te cocine? ¿Te lama los zapatos? ¿O prefieres que te baile con una cadena al cuello? —mi voz está teñida de rabia, de sarcasmo. De terror
—¿De verdad crees que pagaría cinco millones solo para eso? —se ríe, y da un paso hacia mí. Retrocedo. Otro paso. Hasta chocar contra la pared.
Su mano acaricia mi mejilla. Suave. Como si pudiera engañarme con ternura. Siento un escalofrío. No por su tacto, sino por su control.
Y entonces, veo el arma en su cintura. Sin pensarlo, se la quito. Él no se inmuta.
Sus hombres reaccionan, levantan sus armas, pero él hace una señal con la mano y todos se detienen.
—¿Crees que podrías matarme? —pregunta, con esa maldita sonrisa arrogante.
—No. Pero sí puedo matarme a mi misma—le digo, llevando el cañón a mi frente, con la esperanza de terminar todo de una maldita vez.
Click.
Nada.
—La próxima vez que intentes matarte, asegúrate de que el arma esté cargada —dice con sorna, arrebatándomela sin esfuerzo y guardándola.
Intento huir, pero me detiene con una sola mano en mi muñeca.
—Estoy intentando hacerlo bien —dice, como si eso arreglara algo—. Sería capaz de buscarte hasta en el infierno e ir a por ti—
—Eso a sonado hasta romántico—le digo con ironía— ¿Qué quieres exactamente de mí? —pregunto, entre dientes.
—Casarme contigo—
Lo miro, incrédula. Me río, Me estoy desmoronando por dentro, pero me sale una carcajada amarga.
—¿Has pagado cinco millones para casarte conmigo? ¿Quién te estafó, el mismo que te vendió la mansión? ¿Qué clase de imbécil hace eso? ¿Sabes cuántas aplicaciones de citas existen? ¡Hay una para millonarios con complejo de Dios!—
Él no se inmuta. Ni una mueca. Ni una sombra.
—No exactamente —responde.
—¿Qué clase de matrimonio? —insisto, cruzándome de brazos—. ¿Uno de papel para que tu abuela te deje herencia? ¿O uno donde tengo que firmar con sangre y dejarte mis ovarios en custodia?—
—Uno real. Oficial. Con papeles, votos... vestidos si quieres. Aunque no creo que seas de las que sueñan con tul y encaje —dice, examinándome con la mirada.
—¿Me has comprado para casarte? ¿Qué clase de psicópata hace eso? ¿Lo sabes, no? Lo de comprar personas está mal visto desde hace... siglos—
—Puedes verlo como quieras. Aquí tendrás libertad. No te obligaré a nada que no quieras —dice, pero sus ojos... sus ojos mienten. Sus ojos me estudian como si aún no decidiera si soy presa o inversión.
—¿Y por qué yo? —le espeto, dolida, asqueada.
Se queda en silencio unos segundos. Luego, murmura con voz baja:
—Ni yo lo sé—
—Pues te han estafado —le digo, levantando el mentón—. Si te han dicho que soy virgen y has pagado cinco millones, has tirado tu dinero. Debiste pedir factura, garantía... ¿no tienen política de devoluciones estos sitios?—
Él me observa. ¿Le molesta? ¿Le divierte? No lo sé. Pero sonríe. Una sonrisa torcida. Leve. Casi invisible.
—Esto es una locura —añado.
—Lo es —admite—. Pero ya estás aquí—
Y sin decir más, se gira y camina hacia la puerta. Antes de salir, se detiene un segundo y dice:
—Descansa. Mañana hablaremos. O discutiremos. Lo que venga primero—
La puerta se cierra tras él, como una sentencia. Pero yo ya estoy sentenciada. Desde hace mucho.
Y, sin embargo... no me siento tan muerta como esta mañana.
Quizá sea la rabia. O la absurda ironía de todo esto. O esos ojos grises que me miran como si pudieran ver lo que yo ya no veo en mí.
Sea lo que sea, ya estoy aquí. Y si este infierno me va a tragar, más le vale tener el estómago fuerte. Porque no pienso irme sin dar pelea.