NARRADO POR ELIZABETH
Después de cambiarme, bajo lentamente por las escaleras. Él ya me espera en el salón, con esa mirada que parece capaz de atravesarme el alma. La habitación está en penumbra, y la tenue luz dorada no alcanza a espantar la sensación de que algo irremediablemente importante está por suceder. —Toma —dice con esa voz suya, grave, impecable, mientras me tiende una carpeta—. Aquí tienes toda tu documentación: tu carnet de conducir, papeles personales... y el contrato. Es un acuerdo de matrimonio. Incluye una cláusula donde se te promete una compensación económica en caso de divorcio— La carpeta pesa más de lo que debería. La tomo con ambas manos, sintiendo cómo algo en mi interior se contrae. Lo abro despacio, con esa mezcla de expectativa y miedo que se siente antes de saltar al vacío. Las páginas están llenas de términos legales que apenas entiendo. Pero lo que sí entiendo es esto: ya no hay vuelta atrás. Firmo. Lo hago casi en piloto automático, como quien se rinde. Pero una vocecita dentro de mí, temblorosa y desesperada, me advierte que acabo de cometer el mayor error de mi vida. Él firma después, con la misma calma impecable con la que un verdugo afila su espada. —Hay algo que jamás podría perdonar en una relación —dice, sin levantar la vista—. La traición y la infidelidad— La palabra "traición" cae como un cuchillo en la sala silenciosa. —¿Qué entiendes exactamente por traición? —pregunto, tragando saliva. Mi voz apenas es un susurro. Levanta la vista, y por un segundo sus ojos parecen más fríos que el acero. —Voy a darte un voto de confianza —dice—. No pretendo encerrarte ni controlarte como si fueras un objeto. Podrás tener una vida normal, salir, respirar. Solo te pido una cosa: fidelidad absoluta. Si algún día descubro que estás con otro... no habrá segunda oportunidad. No solo destruirías mi reputación, te destruirás a ti misma— Me quedo helada. —¿Podré estudiar? ¿Trabajar? —pregunto, recordando todas las veces que mi padre me negó incluso eso. —Sí —responde sin dudar—. Podrás trabajar, pero solo para mí. Ninguna empresa externa— Cierro los ojos un segundo. No sé si me duele su control o me confunde su aparente generosidad. ¿Qué clase de hombre es este que me ha comprado y, sin embargo, me permite respirar? —¿Por qué me tratas así? —le suelto de golpe—. Eres... educado. Casi amable. No entiendo nada. ¿Qué ganas tú con esto?— Él baja la mirada. Algo en su rostro cambia. Ya no es solo el empresario perfecto o el depredador elegante. Es otra cosa. Algo más... humano. —Cumplir —dice, casi como si le costara admitirlo—. Aunque sea la primera vez. Quiero cumplir mi pacto— —¿Qué pacto? —me río sin humor—. Nunca pactamos nada. Ni siquiera sabía de tu existencia— —A ti no —responde—. Pero sí a alguien más— Un escalofrío me recorre la espalda. —¿Quién?— —Eso ahora no importa —zanja—. Sube y prepárate. Hoy iremos a casa de mis padres. Ya que estamos casados, todo tiene que ser oficial— Me quedo sin palabras. —¿Dos días y ya me presentas a tus padres? —pregunto incrédula—. ¿Y eso de "casados"? ¡Eso era un contrato, no una boda!— Él sonríe con esa arrogancia que me enerva y me enciende al mismo tiempo. —No me gusta perder el tiempo, Elizabeth. La próxima vez que firmes algo, léelo bien —dice, acercándose, hasta quedar a escasos centímetros de mí. Mi cuerpo se tensa. Me abraza con la mirada, y yo... yo me odio por sentirme atraída. —¿Cómo es posible que apenas te conozca y ya piense en acostarme contigo? —susurro, sin darme cuenta de que lo he dicho en voz alta. Él suelta una carcajada, cálida, inesperada. Me toma por la cintura y sus labios rozan los míos, suaves, peligrosos. De pronto, me alza y me sienta sobre la mesa. Rodeo su cintura con mis piernas, sintiendo cada músculo bajo su ropa. Su boca busca mi cuello, y un suspiro escapa de mí. Pero entonces, me aparto con fuerza, mirándolo a los ojos, recordando que lo conozco hace menos de dos días. —No voy a ser tan fácil —le digo—. No cuando me has comprado. No soy un objeto— Él sonríe, divertido. —Cariño... si hubiera seguido un minuto más, ya estarías suplicándome— —No subestimes mi autocontrol— —No subestimes el mío —responde con voz grave, y su mano acaricia mi cuello, mientras sus caderas empujan las mías con una amenaza deliciosa—. Más te vale no jugar con fuego— —Me encanta jugar con fuego —respondo, desafiándolo. —Entonces te encantará mi infierno— —¿Tienes una habitación como en 50 sombras de Grey?— Su risa se transforma en carcajada. —¿Eso significa que te gusta el sado?— —Digamos que soy un poco masoquista.— —Entonces te encantará lo que tengo pensado para ti —dice, con un tono que es mitad deseo, mitad advertencia. —Siento que no me va a gustar —admito. Luego, más seria, añado—: Pero hay algo que necesito decirte— Él frunce el ceño, curioso. —¿Qué?— —soy una estafadora —le digo, alzando el mentón—. Yo pagué para estar aquí— —¿Cómo?— —Eso que tú llamas "subasta" fue una e****a. Pagué miles. Me lo vendieron como una oportunidad para casarme con un hombre influyente, para cambiar mi vida... y aquí estoy, contigo. Supongo que el fraude me salió rentable— Por primera vez, lo veo desconcertado. —¿Pagaste tú?— —Sí. Y si esto es una broma del destino, tiene un humor bastante retorcido.— Él me observa largo rato. No sé si está molesto, sorprendido o intrigado. Luego, simplemente dice: —Interesante— —¿Eso es todo?— —Tú crees que me has estafado. Pero tal vez, querida, seas tú la estafada, abras pagado para que tu padre se le ocurriera lo de la subasta, pero estoy seguro que esperabas que te comprara otro— Realmente había pagado, pero a uno de sus hombres para meterle la idea de venderme, lo que no sabía es que pagaran tanto por mi. Sus palabras me dejan un nudo en el estómago. Subo a mi habitación en silencio. Me arreglo, decido que, ya que voy a enfrentar al infierno, al menos iré vestida como una diosa. Me suelto el pelo, me pongo un vestido de seda negro que me acaricia la piel, sin ropa interior, porque me da la gana. Quiero que sepa que puedo jugar también. Cuando bajo, él me espera con una copa de vino en la mano. Su mirada se oscurece al verme. —¿vas a cambiarte?— —No —respondo, desafiante—. Ni siquiera llevo ropa interior— Me lanza una mirada entre censura y deseo. Luego, me extiende una pequeña caja. Dentro, dos anillos de matrimonio brillan bajo la luz tenue. No es la boda que soñé. Pero es la vida que tengo. Y voy a vivirla. Porque ya no tengo nada que perder. Ya lo he perdido todo.