Él pacto de Dimitri
Él pacto de Dimitri
Por: Sabrina
Prólogo

NARRADO POR ELIZABETH

La cerradura cede con un chasquido metálico cuando meto la llave. Apenas cruzo el umbral, una quietud extraña me recibe, densa como niebla. Esa clase de silencio que no nace del descanso, sino de la amenaza. Un presagio.

Mis pasos resuenan en el suelo de mármol como si no tuvieran permiso de estar allí. Me detengo en seco. Lo veo.

Está en el salón. De pie. Inmóvil. Las luces tenues apenas delinean su figura, y por un momento, parece una sombra más que una persona. Tiene las manos entrelazadas detrás de la espalda, la cabeza ligeramente ladeada. Me observa con esa calma aterradora que siempre ha precedido a sus estallidos.

Sus ojos, tan fríos y vacíos como un pozo sin fondo, me atraviesan. No hace falta que hable para saber que algo se ha roto. Algo de lo que ya no hay regreso.

—Llegas tarde —dice al fin, con voz plana, sin una pizca de emoción.

Trago saliva, pero no respondo. Algo en mi instinto me obliga a no provocarlo. Aunque es inútil. Con él, el simple hecho de respirar ya es una ofensa.

Avanza hacia mí. Despacio. Sus pasos son deliberados, firmes, como si en cada uno estuviera grabando su dominio sobre la casa... y sobre mí.

Cuando está a un palmo de distancia, alza una mano. No para acariciarme, no para saludar. Me agarra la mandíbula con brutalidad, obligándome a levantar la vista. Su rostro está tan cerca que siento su aliento, y sin embargo, es como si estuviera frente a un desconocido.

—¿Sabes cuánto dinero he perdido por tu culpa? —pregunta, con una voz que no grita, pero corta como cristal.

—No lo sé —respondo, obligándome a mantener el tono firme—. Y para ser honesta... tampoco me importa—

La furia se desliza por su rostro como una sombra. Entonces, su mano desciende con violencia hasta mi cuello. Aprieta. Y no suavemente. El aire me abandona de golpe, el dolor se expande en círculos desde su presión. Intento apartarlo con las manos, pero es como pelear contra una estatua de piedra.

—Eres una carga inútil. Un error. Un estorbo que nunca debí dejar entrar en mi vida —gruñe.

Mi vista comienza a nublarse, punteada de luces negras. Y justo cuando creo que perderé el conocimiento, me suelta. Me desplomo de rodillas al suelo, tosiendo, jadeando como un animal herido.

Lo miro desde abajo. No por sumisión, sino porque no tengo fuerzas para mantenerme en pie. Pero mis ojos no lloran. No esta vez. Ya he aprendido que las lágrimas no sirven de nada.

—He tomado una decisión —dice, paseando por la estancia con aire de monarca implacable—. Mañana, te irás de esta casa. Y no volverás jamás—

—¿Vas a matarte? —le pregunto, sin pensar. La pregunta escapa de mis labios como un reflejo. Parte de mí lo desea. Que su final sea también mi liberación.

Pero él se ríe. Una risa hueca, torcida, cargada de una oscuridad que hiela la sangre.

—¿matarte yo? No, cariño. Soy demasiado valioso para eso. Pero tú... tú sí que tienes un nuevo destino—

Camina hacia un mueble, abre un cajón con cuidado quirúrgico y saca algo. El destello del metal me ciega por un segundo. Un arma.

Se aproxima con ella en la mano, sin apuro. Como si llevara un jarrón. La apoya contra mi sien con suavidad, con una ternura escalofriante.

El frío del cañón me sacude los huesos. Y, por un segundo, lo deseo. Deseo el disparo. El fin. El silencio eterno. Pero no ocurre.

—No voy a matarte —dice con una sonrisa de lobo—. Haré algo mucho mejor. Algo... rentable—

Parpadeo, confundida.

—¿Rentable?—

—Te venderé —responde, como si estuviera hablando de un coche o una casa.

—¿Qué...? —La palabra se atasca en mi garganta—. ¿Venderme?—

—Hay un hombre. Rico. Influyente. Está interesado. Muy interesado. Y tú... bueno, tú ya no me sirves. Pero para él, podrías valer una fortuna—

Me pongo de pie con dificultad, tambaleándome. La incredulidad me abruma. Es tan surrealista que casi parece una pesadilla.

—Eso es tráfico humano. Es un crimen. Es... inhumano —susurro, intentando apelar a la poca moral que alguna vez creí ver en él.

—Las leyes son papel mojado —replica con desdén—. Cuando tienes poder, puedes comprar lo que sea. Personas incluidas—

Mi estómago se revuelve. El miedo ya no es solo por lo que pueda hacerme, sino por lo que planea hacer después. Por lo que me espera, si me saca de aquí.

—No lo permitiré —le digo, con una valentía que no siento.

Él sonríe, como quien ve a un niño decir que detendrá una tormenta con las manos.

—¿Y cómo vas a impedirlo? ¿Vas a ir a la policía? ¿A contar tu historia? No tienes pruebas. No tienes familia. No tienes identidad. Y lo sabes. Nadie vendrá a buscarte. Nadie preguntará por ti. Eres... invisible—

La verdad me golpea con la fuerza de un tren. Me estremezco. Porque tiene razón.

—Estás enfermo —murmuro, más para mí que para él.

—Estoy vivo. Y tú lo estarás también... si sabes obedecer—

Se gira y se aleja, con paso tranquilo, como si acabara de cerrar un trato comercial. Yo permanezco de pie, paralizada, sintiendo cómo la oscuridad en la habitación empieza a crecer, a llenarlo todo. A devorar incluso lo que queda de mí.

Y es entonces cuando comprendo que lo peor no es el arma, ni su plan, ni la venta.

Lo peor... es que ya no tengo a dónde huir.

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