NARRADO POR ELIZABETH
Me desperté con un dolor de cabeza que me partía en dos, como si la noche anterior hubiese bebido demasiado vino, o como si mis propios pensamientos me hubiesen golpeado mientras dormía. La luz que entraba por las ventanas era una cuchilla blanca, implacable. Cerré los ojos con fuerza, sintiéndome como un insecto atrapado bajo el cristal de una lupa. Al girarme en la cama, lo supe de inmediato. Dimitri no estaba. El lado de la cama donde él solía dormir estaba frío, como si nunca hubiera estado allí. Una ausencia tan física que parecía un hueco en mi alma. Mi pecho se encogió, ridículamente afectado por su desaparición, aunque apenas llevábamos... ¿cuánto tiempo juntos, en realidad? Creo que ya estoy empezando a sufrir el síndrome de Estocolmo, aunque no es mi secuestrador es mi comprador. Ni siquiera sabía cómo definirnos. Solo sabía que sin él, el silencio de la casa se hacía insoportable. Me levanté despacio, con las piernas aún algo débiles. Sentía ese vértigo absurdo que se tiene cuando uno se despierta en casa ajena. Pero esta era mi casa. ¿No? "¿O solo soy un adorno más para él? ¿Una pieza que se puede mover de sitio o guardar en un cajón?", pensé mientras bajaba las escaleras. Me dirigí a la cocina, buscando su presencia. Su voz grave, su aroma. Su sombra. Me habría conformado incluso con un mechón de su cabello. Allí me encontré con Rosa, la siempre imperturbable ama de llaves, en plena tarea de preparar el desayuno. La cocina olía a pan tostado y café fuerte, el tipo que Dimitri tomaba. Me acerqué sin saber qué decir. —¿Dimitri salió? —pregunté, intentando sonar despreocupada, aunque la voz me tembló. Rosa me miró con sus ojos de cuidadora silenciosa, esos que parecían saber más de lo que decía. —El señor me pidió que le dijera que estará fuera por unos días —dijo con voz tranquila—. En su despacho le ha dejado varios documentos. También dijo que puede desayunar donde desee: en el comedor, en la terraza...— —Aquí mismo está bien —suspiré—. No quiero hacer teatro a estas horas de la mañana— Rosa asintió, pero cuando se giró para irse, algo en mí se rebeló contra el vacío. La soledad tenía uñas, y me estaba arañando. —¿Por qué no te sientas conmigo? —le pedí, casi como una niña pidiendo que no apaguen la luz—. Esta casa es preciosa, pero se siente como una jaula de oro... y desayunar sola en una jaula no es menos triste por el color del metal— Ella dudó. Lo vi en sus ojos. Pero después de un segundo, suspiró y se sentó frente a mí. —Esto no es muy... profesional —musitó, incómoda. —Ahora no hay nadie para decirnos qué está bien o mal —le dije con una sonrisa cansada—. Solo estamos tú y yo. Te lo suplico. A veces, no recuerdo la última vez que hablé con alguien sin miedo— Eso último no fue planeado. Se me escapó. Pero una parte de mí sabía que era cierto. Rosa me miró largo rato, y por fin dejó escapar una risa corta, seca pero honesta. —Tal vez esa forma de ser suya hizo que el señor tomara una decisión tan precipitada como casarse con usted —dijo, como al pasar. Solté una carcajada sin fuerza. No sabía si era un halago, una burla o una combinación de ambas. —No tienes que llamarme "usted" —le dije—. Llámame Elizabeth— —lo tendré en cuenta—respondió con una sonrisa sincera, que me pareció un lujo en esta casa de silencios y secretos. El desayuno fue simple: pan, café, algo de fruta. Pero el hecho de compartirlo me pareció casi un milagro. Fui simplemente yo. O lo que quedaba de mí. Después, subí al despacho. Sobre el escritorio, perfectamente ordenados como si una secretaria invisible hubiese hecho su trabajo, había papeles sobre universidades, carreras, planes de estudio. Me senté con cuidado, acariciando los documentos como si fueran un portal hacia un mundo donde yo tenía un futuro. Entre los papeles, vi una pequeña caja con una nota: "Este es mi número. En cuanto veas esto, mándame un mensaje. Siento haberme ido sin avisar. Por cierto, en tu mesita hay una tarjeta de crédito por si necesitas algo. Cuando salgas, ve siempre con algún guardaespaldas. No salgas sola. Por tu seguridad." Lo leí varias veces. Había en sus palabras algo que no entendía. ¿Qué sabía él que yo no sabía? ¿De qué me protegía? Abrí uno de los cajones del escritorio, guiada por una voz interior que no era curiosidad, sino hambre de verdad. Encontré fotos. De él. Y de ella. La mujer de la casa de sus padres. Bellísima. Suya. En las fotos se veían felices. Plenos. En una de ellas, ella llevaba un vestido blanco. En otra, él le besaba la frente mientras ella reía. Había una caja con un anillo de compromiso. Me quedé helada. —¿Qué ocurrió entre vosotros...? —murmuré, como si las fotos pudieran responder. Pero no dijeron nada. Y, sin embargo, había otra verdad que yo sí conocía: yo empezaba a desear a Dimitri con una intensidad que me asustaba. Me levanté y me observé en el gran espejo del despacho. Me vi desdibujada. Ni niña, ni mujer. Ni libre, ni esclava. Entonces decidí hacer algo. Necesitaba transformarme. Redibujarme. Ser la versión más poderosa de mí misma. Salí ese día acompañada por los guardaespaldas que él me asignó. Me hicieron sentir como una celebridad o una fugitiva. Aún no decidía cuál de las dos. Fui a un salón elegante, pedí que me tiñeran el cabello de negro azabache y que me lo cortaran en capas suaves. Cuando me miré en el espejo, sentí algo dentro de mí crujir y colocarse en su sitio. Volvía a ser yo. O quizás era alguien nueva. Al regresar, Rosa me miró con ojos redondos. —¿Qué opinas? —le pregunté, girándome lentamente. —Te ves distinta —dijo, genuinamente asombrada—. Te ves... viva— Pasaron siete días. Siete eternidades. Un mensaje finalmente llegó a mi móvil: "Llego esta noche. No tienes que esperarme." Pero lo esperé. Esa noche me vestí con intención. Lencería blanca, de encaje fino. Un camisón translúcido que parecía hecho de vapor. Me senté frente al espejo durante minutos, mirándome con algo parecido a orgullo. Luego, cuando escuché la puerta, sentí el corazón en la garganta. Lo busqué. Estaba en el baño. La ducha corría. El vapor salía por la rendija. El sonido del agua me llamaba. Me deslicé dentro. Él se giró. Su mirada me quemó. Oscura. Intensa. Como si no supiera si besarme o devorarme. Me quité el camisón sin una palabra. La lencería quedó expuesta, mojándose poco a poco bajo el agua caliente. Él se acercó, y cuando sus labios tomaron los míos, no fue un beso. Fue una toma de posesión. Lo que vino después fue una tormenta. Me arrodillé ante él, adorando su cuerpo con mis labios, mi lengua, mis manos. Lo provoqué hasta que su control casi se quebró. Y cuando me levantó contra la pared, cuando me tomó como si el mundo fuera a terminar esa noche, cuando me hizo gritar y temblar bajo la ducha, supe que no había vuelta atrás. Me estaba enamorando… Y ni siquiera sabía quién era realmente.