Camila
La salsa Alfredo con camarones burbujeaba en la estufa. Probé un poco y estaba en su punto: perfecta en sabor y con la textura adecuada. —Que te haya regalado un nuevo collar de perlas no cambia nada, Camila. —La voz de mi amiga desde la videollamada del móvil en el mesón, sonó cansina. —Esta vez es diferente, Charlie —sonreí ilusionada al pensar en Emilio—. No es por el collar. La señora Anora cortaba finamente la cebolleta. Le entregué el cucharón de goma y le susurré que pusiera a hervir el agua para los espaguetis. Tomé el móvil y salí de la cocina. —Sé que no —contestó mi amiga con un suspiro desde la videollamada—. No me malinterpretes, no digo que seas una interesada, pero es que siempre es lo mismo, Cami. Con un mohín, entré a mi dormitorio y caminé hasta el cuarto de baño. —En serio es diferente ahora. —Coloqué el teléfono en la repisa sobre el lavabo y abrí los grifos de la ducha—. No hemos peleado ni una sola vez en dos semanas y él está tan cariñoso. —¡Dos semanas! —se burló Charlotte—. ¡Todo un récord! —Oye, no entiendo por qué no puedes estar feliz por mí. —Me quité la ropa y me metí a la ducha. —Y yo no entiendo por qué te tengo que ver en pelotas. —Ella rio y yo también. Luego su voz se volvió seria—. Es que siempre es así. Sabes que te adoro a ti y a la pequeña Isa. Me duele que esto se repita una y otra vez. ¿Hasta cuando seguirás en este bucle de maltrato? El agua tibia resbalaba por mi cuerpo, el vapor empañó las puertas de cristal de la ducha. Saqué la cabeza y miré la tez morena de mi mejor amiga en la pantalla. —El bucle se rompió, somos diferentes ahora, Charlie. Te hablo luego para contarte cómo quedó la cena, Emilio debe estar por llegar. Le lancé un beso, ella me respondió con otro y apagó la videollamada. Yo sonreí, emocionada. Charlotte me quería como a una hermana igual que yo a ella y estaba harta de que la llamara llorando después de cada discusión con Emilio. Pero las cosas por fin eran diferentes y tenía mucha fe en nuestro futuro. Mi esposo era cirujano del Hospital San Lázaro, el más importante del país. Tenía una trayectoria impecable como médico y se había esforzado muchísimo por conseguir el cargo de jefe del departamento de cirugía. La presión en la que estaba lo llevaba a manejar mal sus emociones y solía enfurecerse fácilmente. Yo sabía que ser la esposa de un cirujano tan prestigioso no era sencillo. Eran salidas canceladas por alguna emergencia. Que llegara casi siempre retrasado a casa. O a veces que no llegara. Claro que lo entendía, pero eso no evitaba que me doliera. Por más que trataba de no reclamarle, terminaba haciéndolo, sobre todo luego del nacimiento de Isabella hacía tres años. Me sentía fea, siempre encerrada en casa, sin más que hacer que cuidar y amamantar a la bebé. Quería que él estuviera a mi lado, pero su profesión era demasiado demandante. Él empezó a estallar y las discusiones se sucedían una tras otra. Hasta que perdimos el control. Hacía casi un año me empujó y me golpeé contra una de las mesitas del salón. Él estuvo tan arrepentido, que incluso pidió un permiso en el hospital y se quedó a mi lado unos días. Fue como una segunda luna de miel. Pero la licencia terminó, Emilio volvió al hospital y con ello la rutina en la cual me sentía dejada de lado. Cerré el grifo y salí de la ducha. El vestido Chanel rojo brillante estilo tubo hasta la rodilla y con abertura al frente, esperaba sobre la cama, con el collar y los pendientes de perlas que él me había obsequiado hacía un par de días. Me vestí, me perfumé y peiné mi largo cabello castaño. Observé en el espejo mi rostro con el maquillaje ahumado que resaltaba el color avellana de mis ojos, los labios rojos que contrastaban con mi piel morena clara y por primera vez después de mucho tiempo me gustó el reflejo. Volvía a verme como la mujer joven y hermosa de veintisiete años que era. —Señora, luce espléndida. —Anora me sonrió cuando entré a la cocina—. La pasta está colada y la salsa lista en la fuente de porcelana, como indicó. Espero que lo pase bien esta noche, lo merece. —Gracias, Anora. Disfruta tu fin de semana. Nos sonreímos una a la otra y, finalmente, Anora se marchó. La pequeña Isabella dormía arriba con Diana, la niñera. Normalmente, ella se iba a las seis, pero le había pedido para la ocasión que le dedicara unas horas más a la niña. De esa forma podría disfrutar una cena más íntima con Emilio. Toqué suavemente la puerta del dormitorio de Isabella. —Adelante —contestó Diana casi en su susurro. Entré. Mi dulce niña dormía abrazada al Señor Rufo, su gato de peluche. Diana, sentada en la mecedora frente a la cama, leía a la luz de la lamparita encendida. —¡Estás preciosa! —dijo Diana moviendo solo los labios para no despertar a Isabella. Me acerqué a ella. Éramos casi de la misma edad y nos llevábamos bien, tanto que más que mi niñera la consideraba mi amiga. —Gracias —susurré y miré a Isabella. —Quería esperar a su papá, pero finalmente el sueño la venció—. Diana miró su reloj de muñeca—. ¿A qué hora llega? Casi son las ocho. —Debe estar en camino. No te preocupes, te pediremos un taxi. —Sonreí. —Eso no es lo que me preocupa —dijo ella y tanto sus ojos como su voz se volvieron serias. No quería escucharla, así que aparté los ojos de los suyos y miré otra vez a mi hija. La abrigué con la cobija y besé su frente. —Me parece que la temperatura del aire está muy baja. ¿Podrías subirle un grado más, por favor? —Camila… —Gracias —dije y me di la vuelta para salir—. Vendré luego. Sí, casi eran las ocho y hacía una hora que Emilio debió llegar. Por eso no quería que Diana insinuara que otra vez no vendría. El maldito nudo en la garganta me apretaba y se me llenaban los ojos de lágrimas. «No otra vez». Tomé mi teléfono móvil y abrí W******p. Quizá se había retrasado. Tal vez me había escrito avisando que estaba cerca. No debía dejarme ganar por el pesimismo y pensar que sería otra cita arruinada por su trabajo. Solo tenía un mensaje sin leer de mi madre. Dudé si escribirle a Emilio o no. No quería que me reclamara que lo controlaba. No deseaba otra pelea, todas mis esperanzas estaban puestas en esa cena. Teníamos dos semanas sin discutir. «Todo un logro». Recordé las palabras burlonas de Charlotte. Me mordí el labio, una lágrima asomaba en el borde de mi ojo. Arruinaría el maquillaje. Exhalé una vez. Otra. Y otra. Me estrujé las manos con fuerza. No lloraría. No me dejaría ganar por la ansiedad. Iba a marcarle cuando la puerta sonó. Él había llegado. La desesperación se esfumó por arte de magia. Los latidos de mi corazón se aquietaron. Sonreí y me remojé los labios pintados de rojo. Alisé la falda del vestido, me arreglé el cabello y él entró. A sus cuarenta años, Emilio era un hombre bastante atractivo. Alto, con un cuerpo atlético y piel de un color aceituna, que le daba una apariencia naturalmente bronceada. Tenía ojos cafés y cabello castaño oscuro, el cual usaba pulcramente peinado hacia atrás. No le gustaba la barba, así que cada mañana se rasuraba. Siempre elegante vistiendo de traje. Me acerqué a mi esposo con una sonrisa y su perfume amaderado me envolvió. Era mucho más baja que él, así que me empiné hasta besarle los labios. Emilio bajó el rostro y me observó. Sus ojos de hielo me traspasaron. Algo no estaba bien. —¿Por qué estás vestida así? —preguntó con voz fría. Parpadeé un par de veces. La garganta volvió a anudárseme. Me remojé los labios e intenté con todas mis fuerzas aferrarme a mi sonrisa y a la ilusión de una vida hermosa juntos, como si de ello dependiera mi vida. —No hay una razón. Quería… Quería tener una cena linda contigo. Él me observaba o más bien me analizaba. Era como si buscara un secreto oscuro en mis ojos. Luego apartó la mirada, tal vez lo había encontrado o dejó de interesarle hallarlo. Cruzó el vestíbulo hasta el interior de la casa. Yo lo seguí. —¿Te cambiarás primero? —pregunté temblando, sin saber muy bien por qué—. Podemos cenar antes. Tragué, la sonrisa vacilaba en mis labios, las lágrimas ascendían y yo luchaba porque la desesperación no me ganará una vez más. Él se quitó el saco y lo dejó sobre la cama, luego aflojó su corbata y me miró. Ojos oscuros. Pozos oscuros. Oscuridad. —¿Cenar? —Sí —respondí con un tembloroso hilo de voz—. Preparé salsa Alfredo con camarones. Es tu favorita. Él se rio y su risa me heló la sangre. —¿Continuarás fingiendo, Camila? Sé lo que haces cuando no estoy. Abrí los ojos, perpleja. La tormenta que había vislumbrado en el horizonte finalmente llegaba a la orilla. Me arrastraba y amenazaba con ahogarme. —¿A- A qué te refieres? —¡Maldita sea, Camila! ¡Ya deja de fingir! —Terminó de quitarse la corbata y la arrojó furioso a mis pies—. Sé lo que haces a mis espaldas. —No… No comprendo. —Creí que tu decisión de hacer ejercicio y mejorar tu figura era por mí. —Él se acercó con una mirada amenazante y yo caminé hacia atrás, hasta que se me acabó el espacio y choqué contra la pared—. Pero no. —Emilio… —¡Emilio, nada! —El golpe en la pared justo a un lado de mi cabeza me asustó—. ¡Te estás viendo con él! Las lágrimas que tanto me había esforzado en contener, corrieron desbordadas por mis mejillas. El corazón me latía en el cuello y casi no podía hablar, las piernas me temblaban. No entendía nada, solo que mis esperanzas se volvían añicos una vez más. —¿De… de qué hablas? —pregunté aterrada. —¡Hoy te viste con Octavio! ¡¿Por eso estás vestida como una zorra?! ¡¿Vienes de encontrarte con él?! —¡¿Qué?! —¡Salí a almorzar y los vi caminando muy juntos por el bulevar de Las Fuentes! El bulevar estaba cerca del Hospital San Lázaro, dónde mi esposo trabajaba. —¡No! ¡Octavio me consiguió una entrevista de trabajo! ¡Por eso nos encontramos! —le contesté llorando. —¡¿Una entrevista de trabajo?! —preguntó él con el ceño fruncido. —¡No puede ser que realmente creas que Octavio y yo tenemos algo! ¡Es absurdo! —¡Absurdo es lo que soy yo por confiar en ti! —¡¿Y yo?! ¡¿Qué hay de mí?! —¡¿Qué hay de ti?! ¡Tú lo tienes todo, Camila! ¡Mira esta casa! ¡No necesitas trabajar! —¡Pero quiero hacerlo! —¡Ibas a cuidar de nuestra hija, ¿lo olvidaste?! ¡Fue tu decisión no trabajar! ¡¿Ahora es tu excusa para revolcarte con Octavio?! —¡No soy como tú, que te la pasas de zorra en zorra! —El reclamo me salió del alma. Llevaba guardándomelo mucho tiempo, fingiendo que no sabía de sus infidelidades—. ¡¿Crees que no sé de esa estudiante?! Emilio se acercó a mí, furioso, y me apretó el cuello con una mano. Sus ojos eran odio puro. —No vuelvas a hablarme así, ¿entendiste? —siseó contra mi cara. Empezaba a faltarme la respiración, le arañé la mano para que me soltara—. Te doy todo, merezco respeto. No inventes falsas acusaciones. Finalmente, me soltó y empecé a toser. La garganta me ardía, me dolía la piel donde él había apretado. Las lágrimas se me paralizaron en los ojos del miedo. Jamás había sentido tanto terror de él. Quedé tumbada en la alfombra del dormitorio a los pies de nuestra cama. No me di cuenta de cuánto tiempo pasó hasta que Emilio salió del vestidor, completamente cambiado. Tenía puesto un uniforme azul cielo de los que solía usar en el hospital. —No puedo estar cerca de ti ahora mismo. Me haces hacer cosas que no quiero. —Su voz se había calmado, el olor a madera y sándalo de su perfume se extendió por nuestro dormitorio como un halo tranquilizador—. Pasaré la noche en el hospital. Estoy dispuesto a perdonarte, Camila. Por nuestra hija quiero perdonarte. Los sonidos de sus pasos se ahogaron en la alfombra.