Camila
Me levanté de la alfombra. Había sido una estúpida por creer que podía solucionar algo. El corazón me dolía, tenía el alma en pedazos. Tomé una decisión. Agarré una bolsa de viaje y empaqué algunas prendas de ropa. Busqué mi cartera, guardé las tarjetas de crédito y el poco efectivo que tenía y salí del dormitorio. Hubiera deseado ser más fuerte y no temblar de pies a cabeza. Una neblina enturbiaba mi mente, no podía pensar con claridad. Toqué la puerta del cuarto de Isabella. —¿Cami, estás bien? —Diana se me acercó con la angustia pintada en rostro—. Escuché los gritos. No sabía si salir. No quería empeorar las cosas. No pude mirarla a la cara. La vergüenza no me lo permitía. Otra vez lo mismo. ¿Cuántas peleas había presenciado Diana? Yo seguía siendo la estúpida de siempre y ella lo sabía, todos a mi alrededor lo hacían. Observé a Isabella entre las lágrimas que me empañaban la visión. Tenía que ser fuerte por ella. —¿A dónde irás? —me preguntó Diana. —No lo sé. No sé qué hacer. —Me quebré—. ¡Oh, Diana! ¡Soy tan estúpida! No podía controlar mi llanto, las lágrimas salían desbordadas, —No lo eres, Camila. Estás dando un paso importante hoy. ¿Quieres quedarte en mi casa? No es mucho, pero tengo un sofácama que puedo ofrecerles a ti y a Isa. Me separé de su abrazo y la miré conmovida, con la más triste de las sonrisas en mis labios. —No quiero ser una molestia —dije en medio de sollozos—. Puedo ir a casa de mis padres. —Muy bien —contestó ella con la firmeza que yo no tenía y cargó a Isabella—. Vamos, entonces. Diana condujo hasta su casa mientras yo me serenaba. Una vez allí nos despedimos con un abrazo y yo me hice cargo hasta que media hora después llegué a la casa de mis padres. Mis padres eran muy conservadores y las luces apagadas indicaban que dormían. Exhalé un par de veces para tranquilizarme y toqué el timbre. Después del segundo toque, escuché pasos adentro y la luz del vestíbulo se encendió. Abracé a Isa, su calor me daba fuerza. —¡Camila! ¿Qué hacen aquí tan tarde? —Mi madre en bata de dormir me miró sorprendida. Por encima de mi hombro escudriñó hacia la calle oscura en dirección al auto estacionado—. ¿Y Emilio? —No vendrá. ¿Nos dejas entrar, por favor? Está helado y no quiero que Isabella se resfríe. Ella se apartó del umbral y nos permitió el paso. —¿Sucedió algo, Camila? ¿Por qué Emilio no está con ustedes? Abrí la puerta de mi antigua habitación. Los muebles seguían tal cual los dejé cinco años atrás. Aparté la colcha y acomodé a Isa en la cama de una sola plaza. Mi niña me miró con sus ojitos cafés interrogativos. —Dormirás en la cama de cuando yo era niña. —Le sonreí y peiné su flequillo castaño a un lado de su frente. —¿Tú domías aquí, mami? —Así es, cuando vivía en esta casa con los abuelos. Ahora tú tendrás hermosos sueños como yo los tuve. —Besé su frente y mantuve la sonrisa—. Vendré en un momento, ¿sí? Dormiremos juntas, el Señor Rufo te cuidará mientras vuelvo. Isabella asintió y cerró los ojos, abrazada a su gato de peluche. Me levanté y me giré. Mi madre nos observaba desde el umbral. Pasé junto a ella y sentí su mirada inquisitiva. —¿Podría preparar un té en la cocina? —pregunté. Mi madre dudó y giró la cabeza en dirección a la puerta entreabierta de su dormitorio. No era necesario que lo dijera, ella temía que papá se levantara enojado—. Te contaré lo que pasó, no haremos mucho ruido. Mamá aceptó con un suspiro. Yo caminé a la cocina mientras ella iba al vestíbulo y apagaba la luz para que la casa estuviera lo más oscura posible y papá no se despertara. —¿Qué pasó, Cami? —preguntó mamá cuando entró a la cocina. —Emilio volvió a hacerme daño. —Me aparté los mechones castaños y le mostré las marcas que sus dedos dejaron en mi cuello—. Ya no lo soporto más. Mi madre me atrajo hacia ella. Sentir la calidez de su cuerpo hizo que me desbordara de nuevo. Terminé aferrándola con fuerza mientras ella me acariciaba el pelo y yo lloraba. —Ssh, ya. Tranquila. Son solo unas marcas, casi ni se notan. Me separé de su abrazo y la miré confundida. —¿Solo unas marcas? ¡Mamá, Emilio me estaba asfixiando! ¡Trató de matarme! —¡Camila, por Dios! ¡No seas exagerada! Algo debiste hacer para enojarlo. Sus palabras fueron como un balde de agua fría. —¡Dios! —Me aparté del todo de ella y me acaricié la frente. —Los hombres no son como nosotras, no saben controlar sus emociones o su fuerza. Estoy segura de que él no quería hacerlo. —¡Él nunca quiere hacerlo, mamá! —¡¿Lo ves?! —¡Pero lo hace! ¡Y ya estoy cansada de sus celos… de que me prometa que las cosas van a cambiar y nada lo haga! —dije derrotada. —Ay, Cami. —Mi madre volvió a abrazarme—. Que la vida en pareja funcione depende de nosotras, de que ellos se sientan amados y seguros. Si lo logras, ellos te amarán de vuelta. —¿Cómo papá te ama de vuelta? Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca, el rostro de mi madre se ensombreció. —Disculpa. Esto fue una mala idea. —dije—. Solo estaremos unos días mientras consigo otro sitio donde vivir. —¿Qué estás diciendo, Camila? ¿De verdad piensas abandonarlo? Cometes un error, seguro que él a esta hora está muy arrepentido. —Ya no me importa si se arrepiente. Estoy cansada, mamá. —Terminé la discusión. No quería volver a herirla—. Hablamos mañana mejor. —Camila, por favor, piensa bien las cosas. —Sí, eso intento. —Sonreí sin ganas—. Hasta mañana. *** La luz mañanera atravesaba la delgada cortina blanca. Me moví y aparté los pequeños pies de mi hija incrustados en mi costado. La noche fue un largo rosario de despertares. Cada vez que lograba dormirme una pesadilla me hacía levantar. Pero ya el sol salía y debía ponerme en marcha. Pasé la mañana buscando departamentos en donde mudarme con Isa y esquivando la retahíla de mi madre, quien trataba de convencerme de que volver con Emilio era lo correcto. Luego de la cena, el timbre sonó, mi madre fue a abrir y una voz conocida hizo que la sangre se me fuera a los pies. Era Emilio y le pedía a mi madre que me llamara. —Está completamente fuera de control —le respondió ella—. ¡Quiere abandonarte! —Gracias por avisarme, Amada. Arreglaré las cosas. No sé cómo se despertó Isabella, pero en cuanto escuchó la voz de su padre, corrió hacia él. —¡Papi, papi! No tuve tiempo de detenerla. Cuando salí a la sala, Emilio la cargaba en los brazos. —¡Camila, tenemos que hablar! —¡No quiero hablar contigo! ¡Ahora dame a Isabella! —Estás haciendo un berrrinche, Camila. Deja esto ya y volvamos a casa —Emilio miró a la pequeña en sus brazos—. ¿Quieres ir a casa, verdad mi amor? —Shi —contentó Isa, mirando a su padre—. Quelo panquecash. —¿Lo ves? Nuestra hija quiere regresar a casa, asi que vamos. Apreté los dientes y crucé los brazos sobre mi pecho, no podía flaquear ahora. —No voy a volver, así que dame a Isa. La mirada de Emilio se tiñó de odio y tuve más miedo de él. Con horror lo vi darse la vuelta y caminar hacia la puerta con mi hija en sus brazos. —¡¿Qué estás haciendo?! ¡Entrégame a Isabella! —Lárgate si quieres, pero Isabella se queda conmigo. Emilio caminó de prisa, yo corrí detrás de él, pero por más que me apuré, no llegué a tiempo. Subió a su coche y se la llevó. Subí a mi auto. No permitiría que me la quitara, Isabella era todo lo que tenía. Conduje lo más rápido que pude, pero en el tráfico de la avenida lo perdí. Fui a nuestra casa y la conseguí a oscuras. Emilio no estaba allí. Desde el auto llamé a su celular una y otra vez temblando, con la desesperación asfixiándome. Cuando ya me daba por vencida, él respondió. —¡Emilio, devuélveme a Isabella! —exigí llorando. —Somos una familia, Camila. La única forma de que estés con ella es que regreses a casa, conmigo. —¿Por qué me haces esto? —Mi voz temblaba debido al llanto—. Tú no me amas. —¿Cómo puedes decir eso? Las amo más que a nada, pero tú te volviste loca. ¡Piénsalo! ¿Qué clase de vida vas a ofrecerle a nuestra hija? No tienes empleo. —¡Voy, voy a trabajar! —¿Ah, sí? ¿Y quién la cuidará mientras lo haces? No voy a darte dinero para que extraños cuiden a mi pequeña. Vuelve a casa y tendrás todo de vuelta. Las manos con las que sostenía el teléfono me temblaban. ¿Era eso lo que debía hacer? ¿Resignarme? Era cierto, no podía ofrecerle nada a mi pequeña. Pero tampoco le daría una vida donde tuviera que ver a su madre humillada una y otra vez. No permitiría que viviera con miedo como lo hice yo cada vez que mi padre le gritaba o golpeaba a mi madre. —No voy a volver, Emilio. —Entonces, Camila se queda conmigo. Cerró la llamada y el mundo se me vino encima. La voz se me quebró en un grito ahogado. Lloré frente a nuestra casa hasta que las lágrimas se agotaron y encendí de nuevo el motor. Manejé sin rumbo durante un tiempo indefinido hasta que las luces de neón de un bar de moda llamaron mi atención. No tenía a donde ir. Quería entrar allí y ahogar mi dolor en licor. Llorar mi fracaso. Mañana me levantaría, pero esa noche solo quería derrumbarme. Bajé del auto y me acerqué a la puerta del local. Era un sportbar, la música de moda escapaba del interior. Salí de casa persiguiendo a Emilio con la ropa que usaba durante la cena en casa de mis padres: pantalón deportivo negro, camiseta de tirantes gris y pantuflas. El vigilante de la puerta me miró de pies a cabeza, debía lucir lamentable. —Voy a buscar a alguien —dije con una falsa sonrisa—. No tardaré. Él me miró, no muy convencido, pero me dejó entrar. El bar estaba bastante lleno. En el fondo, una pantalla de cincuenta y seis pulgadas transmitía un juego del Barcelona contra el Real Madrid. Todas las mesas las ocupaban fanáticos que aupaban a sus equipos. Me senté en la barra, donde sonaba música pop, lejos del alboroto de los jóvenes que miraban el juego y pedí un gin-tonic. No dejaba de pensar en Isabella y, a pesar de mi decisión de dejar a Emilio, me asaltaba la duda de si era capaz de continuar sola. Quizá debía intentar una vez más salvar mi matrimonio. Una lágrima se deslizó por mi mejilla cuando recordé las palabras de Emilio: si volvía lo tendría todo de vuelto, incluyendo a mi hija. Terminé el primer trago y pedí otro. No acostumbraba a consumir alcohol, excepto una copa de vino acompañando alguna cena especial, lo cual no ocurría con frecuencia. Después de ese segundo trago, todo comenzó a darme vueltas. —¿Por qué llora? —preguntó el hombre sentado en el asiento de al lado. —Seguro por un imbécil que no sabe tratar a una dama tan bonita. —Otro hombre se acercó. Los dos caballeros parecían conocerse. —Dejé a mi esposo. —Apuesto que se lo merecía —dijo el primero. —Sí, pero se llevó a mi niña. —Dos lágrimas rodaron por mi cara. —Oh, pobrecita. Soy experto en rupturas, ¿sabe? No hay nada como el alcohol para olvidar las penas. —El hombre miró al camarero—. Otro más para la señorita. —No creo que sea buena idea. Todo me da vueltas. —No se preocupe. Uno más y se sentirá mejor. —No, gracias. Traté de levantarme para irme, pero el hombre que estaba de pie no me lo permitió. Se acercó más y con su mano en mi espalda me forzó a seguir sentada. —Acéptenos un trago más, por favor —dijo. No podía enfocar bien la vista, cada vez más las personas y los objetos en mi campo de visión giraban. El que se sentaba a mi lado acercó la bebida a mi boca. —No quiero —dije—. Estoy mareada. —Anda, uno más. El hombre puso el vaso en mis labios, aparté el rostro. No quería. —La señorita dijo que no. La voz grave y potente de otro hombre irrumpió en la conversación. Traté de mirarlo, pero los rasgos de su cara eran borrosos. —¿Y tú quién eres? —preguntó uno de los hombres. —Soy su esposo. —¡¿Emilio?!