El último acorde de la sonata de Mozart, limpio y resonante, se desvaneció en la atmósfera dorada de la tarde. En el estudio de piano, bañado por la luz cálida que se filtraba a través de los altos ventanales, una docena de pares de manos infantiles se separaron del teclado. El silencio que siguió fue tan perfecto como la música que lo había precedido, cargado de la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Olivia Winchester, de pie frente a sus jóvenes alumnos, sonrió. Una sonrisa genuina, que le llegaba a los ojos, alejada de las sombras y las intrigas que acechaban más allá de las paredes de su academia. Aquí, entre el olor a madera pulida, papel pautado y el entusiasmo inocente, era donde recuperaba su centro.
—Magnífico, chicos. —Dijo con su voz melodiosa llenando la sala. —Esa fue la mejor ejecución que han logrado. Cada uno de ustedes sintió la alegría del tercer movimiento. Se notó. Pueden estar orgullosos.
Un coro de risas y murmullos contentos le respondió. Los niños, de entre