La luz pálida del amanecer se filtraba a través de las gruesas cortinas de la suite de hotel, iluminando jirones de lujo desordenado. Ropa esparcida por el suelo, una botella de champán vacía sobre la mesita de centro, y el aire cargado con el dulce y rancio aroma del sexo y la decadencia.
Beatriz Hale se incorporó perezosamente entre las sábanas de satín, dejando al descubierto su torso desnudo. Su piel, pálida y suave, contrastaba con las arrugas que la almohada había marcado en su mejilla. Sus ojos, verdes y astutos, siguieron con calculada indiferencia la figura del hombre que, de espaldas a ella, se vestía con movimientos rápidos y eficientes.
Era un hombre de espalda ancha, con el torso musculoso y un tatuaje discreto junto al omóplato, un detalle que Beatriz había encontrado excitante en la oscuridad, pero que ahora le parecía vulgar a la luz cruda de la mañana. Se abrochaba la camisa blanca con dedos que apenas temblaban, evitando su reflejo en el espejo del armario.
—No olvid