El invierno londinense cedió su trono a una primavera tímida y lluviosa, y con el cambio de estación, el solar donde una vez se alzó el Edificio Aurora comenzó a latir con un nuevo ritmo. No era el estruendo de la demolición controlada, que había sido un funeral rápido y eficiente, ni el bullicio de una obra megalómana. Era un pulso constante, metódico, lleno de una intención que trascendía la mera construcción. La Fundación Aurora ya no era un conjunto de bocetos en el estudio de Lion, sino una zanja profunda en la tierra, los cimientos de un sueño que surgía literalmente de las cenizas.
Lion, con botas de trabajo embarradas y unos vaqueros gastados, estaba en el corazón de ese sueño. No daba órdenes desde una caravana con aire acondicionado; sostenía un plano enrollado y discutía acaloradamente con el capataz, un hombre robusto y práctico llamado Joe, que al principio había mirado con escepticismo al exmagnate, pero que ahora respetaba su conocimiento rápido y su voluntad de ensucia