Un año había pasado desde el silencio forzado de Olivia. Un año desde que el veneno de la mentira y la presión externa habían intentado ahogar la música naciente de la Fundación Aurora. Pero en lugar de sucumbir, la institución había crecido, madurado, sus raíces tecnológicas y comunitarias tan profundas y entrelazadas que ya eran indistinguibles. El edificio no era solo un contenedor de arte; era un organismo vivo, un ecosistema en perfecto equilibrio, un testimonio silencioso de que se podía renacer con integridad.
Olivia, transformada por la tormenta, ya no era solo la musa o la cara pública. Se había convertido en la arquitecta espiritual del lugar. Su liderazgo era tranquilo, intuitivo, nacido de una empatía ahora templada por el acero de la experiencia. Había establecido un programa de "bienestar del artista", con acceso a terapeutas y talleres para manejar la ansiedad escénica y la presión creativa, un legado directo de su propia lucha interna. Comprendía, como nadie, el precio