La lluvia cesó al anochecer, dejando un Londres lavado y frío bajo un cielo de plomo cargado. En la suite del hotel, el silencio era más elocuente que cualquier discurso. Olivia y Lion, empapados y exhaustos, se miraban a través de la habitación como dos náufragos en orillas opuestas. El olor a humedad y a derrota impregnaba el aire, mezclándose con el tenue aroma a limón del servicio de limpieza. La evacuación había concluido. Trescientas doce personas estaban a salvo. No había habido heridos. Un milagro técnico, logrado por Gabriel y su equipo con una precisión quirúrgica. Un desastre humano, contenido en el último momento posible. Pero el costo resonaba en el silencio entre ellos, un abismo que el simple hecho de haber salvado vidas no podía cruzar.
Fue Olivia quien rompió el hielo, su voz ronca por el frío, la tensión y el llanto reprimido.
—¿Y ahora?—preguntó, no con acusación, sino con una fatiga infinita que parecía extenderse hasta los huesos.
Lion dejó escapar un suspiro que