Mundo ficciónIniciar sesiónCharlotte no pudo dormir esa noche. Las palabras de Adriano durante la cena le daban vueltas en la cabeza. "Eres una madre increíble." "Nunca te culparé." Eran las palabras que siempre había anhelado oír, pero venían de un hombre que, en el fondo, todavía era un desconocido.
Frustrada, salió al salón. Llevaba un camisón de seda fino y corto que ahora le pareció una elección ridículamente imprudente. La casa estaba en silencio y a oscuras. Decidió prepararse una infusión en la cocina.
La luz de la luna se filtraba por las ventanas, bañando todo en un resplandor plateado. Mientras el agua se calentaba en el microondas, una alta silueta se recortó en la entrada de la cocina. Adriano. Y solo llevaba unos boxers negros.
La luz plateada acarició los músculos definidos de su pecho y abdomen, y Charlotte sintió una punzada de deseo tan intensa que casi jadeó. Él la miraba con una intensidad que le secó la boca.
—¿Estás bien? —preguntó él, su voz ronca por el sueño.
—Sí. Pero no podía dormir.
—Yo tampoco.
Adriano recorrió con la mirada el minúsculo camisón y apretó la mandíbula de una manera que la llevó a preguntarse si el insomnio de ambos no estaría provocado por lo mismo.
—¿Quieres una infusión? —le preguntó—. Acabo de prepararme una manzanilla con miel.
—No, gracias.
Charlotte sintió que estaba perdida. Se palpaba la tensión entre ellos, un campo de fuerza que atraía sus cuerpos. Intentó ser racional. Era una mala idea. La peor idea.
—Buenas noches entonces —dijo, intentando pasar a su lado con su taza de té.
Pero Adriano no se movió. En cambio, posó una mano caliente en su cintura. El contacto la electrizó.
—¿Charlotte? —susurró su nombre, y en esa sola palabra había una pregunta, una súplica, una promesa.
Ella se volvió hacia él. Su respiración era entrecortada. Su mirada, devoradora. Y Charlotte supo que su respuesta a cualquier cosa que pidiera sería sí.
—Sí.
No hubo más palabras. Adriano la levantó en sus brazos, la estrechó contra su pecho desnudo y capturó sus labios en un beso que fue a la vez posesivo y desesperado. No fue un beso suave o exploratorio. Fue un beso que reclamaba, que afirmaba un derecho que, de alguna manera, sentía que le pertenecía desde el momento en que supo de la existencia de Sophie.
Charlotte se entregó. Rodó su cuello con los brazos, arqueando la espalda para presionar su cuerpo contra el de él. Sintió la evidencia dura de su deseo y un gemido escapó de su garganta. Adriano la llevó contra la nevera, el frío del acero contrastando con el fuego que crecía dentro de ella. Sus manos recorrían su cuerpo a través de la seda, encontrando curvas y secretos que Noah jamás se había molestado en buscar.
Cuando los dedos de Adriano se deslizaron bajo la tela de sus bragas, rozando el núcleo de su deseo, Charlotte vaciló. ¿Estaba realmente preparada para esto?
Antes de que pudiera responder, un grito agudo y angustiado atravesó la noche. No era el llanto normal de Sophie. Era un sonido de dolor.
—Sophie —jadeó Charlotte, apartándose de Adriano como si la hubieran quemado.
Salió corriendo hacia la habitación, el hechizo roto. Encendió la luz y encontró a su hija con el rostro enrojecido y bañado en lágrimas. Al tocarla, supo de inmediato lo que ocurría: estaba ardiendo de fiebre.
El pánico se apoderó de ella. Buscó frenéticamente el termómetro. Treinta y nueve y medio. Demasiado alta.
—¿Está bien? —preguntó Adriano desde la puerta, ya con unos pantalones puestos.
—Tiene fiebre —dijo Charlotte, con la voz quebrada por el miedo—. Muy alta.
—Dame —pidió él, con una calma que a ella le pareció sobrenatural.
Tomó a Sophie en brazos y, con una determinación serena, comenzó a desvestirla.
—Voy a darle un baño de agua templada. ¿Tienes algún antitérmico?
—En la bolsa de los pañales —logró decir Charlotte, y salió disparada a buscarlo.
Cuando regresó, Adriano ya estaba en el baño, con Sophie en la bañera pequeña. La frotaba suavemente con una esponja, hablándole en un italiano tranquilo y arrullador. El agua y la esencia de lavanda parecían haber calmado a la niña. Charlotte se apoyó en el marco de la puerta, observando la escena. Este hombre, que hacía apenas unos minutos la estaba besando con una pasión devoradora, se transformaba ahora en un cuidador tierno y competente.
Él sacó a Sophie, la envolvió en una toalla y le administró la medicina sin titubear.
—Mientras se seca, prepárale un biberón con agua fría. Puede estar deshidratada —indicó.
Charlotte asintió y fue a la cocina. Mientras llenaba el biberón, unas lágrimas calientes e inesperadas nublaron su visión. No eran solo lágrimas de miedo por Sophie, sino de una profunda y abrumadora emoción. Estaba sola, asustada, y de pronto, alguien había tomado las riendas. Alguien competente. Alguien que se preocupaba.
—¿Charlotte? —la voz de Adriano a su espalda la hizo volverse.
Ella parpadeó rápidamente para secarse las lágrimas.
—Ya está. ¿Cómo está?
—Creo que mejor. Pero no estoy seguro de cómo estás tú.
—¿Yo? Estoy bien.
—Entonces, ¿qué te inquieta? —preguntó él, acunando a Sophie, que bebía ávidamente del biberón.
—No sé. Todo —susurró ella, derrumbándose—. No te preocupes por mí.
—Eres madre, tesorina, no un superhéroe. No tiene nada de malo aceptar ayuda.
Él posó una mano en su hombro. El calor de su palma a través de la seda del camisón era un consuelo y una tentación.
—Si quieres volver a la cama, puedo quedarme un rato con ella —ofreció.
Charlotte se tensó. Una cosa era aceptar ayuda, otra era ceder el control.
—No, gracias. Me quedaré despierta.
Adriano la miró, notando sus párpados pesados.
—Creo que está empezando a entrarte el sueño. Estaremos bien, te lo prometo. Vuelve a la cama.
La expresión en sus ojos era firme, pero amable. No era una batalla por la custodia; era un ofrecimiento genuino. Y Charlotte estaba tan, tan cansada...
—De acuerdo —cedió, con un suspiro—. Gracias.
Regresó a la cama y cayó rendida. En lo último que pensó, antes de que el sueño la venciera, no fue en la fiebre de Sophie, sino en la seguridad de los brazos de Adriano y en el consuelo que había encontrado en medio del caos.
A la mañana siguiente, los encontró a los dos dormidos en el sofá, Sophie acurrucada sobre el pecho desnudo de Adriano. Era una imagen tan perfecta, tan hogareña, que le partió el corazón en dos. Y supo, con una certeza aterradora, que estaba en un peligro mucho mayor del que había anticipado. No era su custodia lo que estaba en juego ahora. Era su corazón.







