El invierno en Brooklyn mordía con dientes finos y gélidos. Adriano llevaba horas inmóvil en el mismo banco del parque, el frío del hierro fundido calándole los huesos a través de la fina lana de su traje. No se había permitido mover, ni beber café, ni siquiera refugiarse en el coche. El malestar físico era un castigo mínimo, una penitencia autoimpuesta por el dolor infinitamente mayor que había causado.
Sostenía entre sus manos, ya sin guantes, el informe médico. El papel se había vuelto flexible y cálido por el contacto, pero las palabras seguidas de ese porcentaje infinitesimal (<0.01%) le quemaban como hierro al rojo vivo. *Posible*. La palabra más hermosa y más aterradora del mundo.
La puerta del edificio de Charlotte se abrió. Su corazón se detuvo y luego galopó con fuerza desbocada. Era ella. Llevaba a Sophie en brazos, bien abrigada con un mono rosa, y una bolsa de pañales colgaba de su hombro. Iban al parque, como de costumbre.
Adriano se puso de pie, las piernas entumecidas