Sofía
La vi llegar.
La estilista.
Toda recta, salida de una revista de moda, con una sonrisa congelada, el cuaderno en la mano, los brazos cargados de telas que brillan como promesas envenenadas. Olía a vainilla sintética y a éxito vacío, ese que se exhibe como un trofeo sin haberlo merecido realmente.
Me saludó con un tono demasiado alegre, demasiado cortés.
Me llamó señora Elven.
Y no corregí.
No hacía falta.
Ese nombre no se me adhiere a la piel. Se desliza.
Como si también se negara a encadenarme.
Me dejé llevar, sí.
Pero no era pasiva.
Observaba.
Cada tela.
Cada palabra.
Cada intento de seducción disfrazado de consejo.
Me envolvió en seda, me hizo girar frente al espejo, ajustó la luz. Hablaba de pliegues que favorecen, de cinturas entalladas, de líneas depuradas. Como si todo eso aún tuviera sentido. Como si estuviera allí para brillar.
Pero no estoy aquí para ser hermosa.
Estoy aquí para sobrevivir.
Me miré, el satén marfil abrazando mis hombros, cayendo como un río congelado s