Elio
El golpe de mis zapatos sobre el mármol es una promesa.
Cortante. Regular. Frío.
Como un corazón preparado para latir por la dominación.
Cada paso mide mi lugar en este mundo: en la cima. Cada mirada evasiva me recuerda que todo aquí se pliega a mi voluntad. El miedo es un lenguaje universal; hablo con fluidez.
«¿Dónde está Calderone?» pregunto sin reducir la marcha.
El mayordomo acelera el paso detrás de mí, siempre a una longitud de distancia. Nunca me supera. Sabe lo que eso costaría.
— En el salón Este, Señor. Le está esperando desde el amanecer.
Perfecto.
Las puertas se abren ante un hombre ya empapado de sudor en su traje de marca. Demasiado ajustado para su cobardía. Demasiado caro para su verdadero valor. Se levanta, extiende una mano que no alcanzo. Me siento. Él duda, luego me imita, nervioso.
No digo nada.
Lo miro desmoronarse por dentro.
«Debías entregar las cajas ayer.»
Él traga con dificultad.
— Ha habido… un contratiempo. Los aduaneros… no tuvimos tiempo de soborna