Serena se acomodó en el sillón, con las piernas dobladas bajo una manta. El aire del búnker estaba más pesado de lo normal; no era solo el silencio… era la conciencia de que, por primera vez en mucho tiempo, estaban realmente solos. Sin Iván, sin Mikko, sin nadie que interrumpiera. Solo ella y Dante.
Él estaba de pie, apoyado contra la mesa, con los brazos cruzados y esa mirada fija que parecía leerla más de lo que ella quería permitir. Aquella noche sus ojos no eran fríos ni calculadores; había algo más, algo que le quemaba la piel incluso a la distancia.
—Es raro —murmuró Serena, rompiendo el silencio—. Estoy acostumbrada a escuchar a Iván y Mikko pelear hasta por quién lava los platos.
Dante arqueó una ceja, esbozando una sonrisa casi imperceptible.
—No los extrañas tanto como dices.
Ella quiso replicar, pero se dio cuenta de que tenía razón. No extrañaba el ruido. Extrañamente, disfrutaba de esa calma, aunque al mismo tiempo le aceleraba el corazón.
Dante se acercó despacio, cada