El silencio del búnker esa noche era casi insoportable. Serena se había recostado en la cama pequeña que ocupaba, con la manta ligera cubriéndole apenas los hombros. La respiración profunda de Dante, sentado en una silla a pocos pasos de ella, llenaba el espacio. Podría jurar que podía sentir el calor de su presencia, como si aquel hombre fuese capaz de incendiar el aire con solo estar cerca.
—No tienes que quedarte ahí vigilando —murmuró ella con suavidad, girándose apenas para mirarlo.
Dante levantó la vista, clavando esos ojos oscuros en ella.
—No confío en dejarte sola.
—¿Ni siquiera aquí? —replicó, con una ligera sonrisa irónica—. Este búnker es más seguro que cualquier palacio.
Él se encogió de hombros, serio.
—Lo seguro nunca es suficiente cuando se trata de ti.
Las palabras hicieron eco en su pecho. Serena apartó la mirada, sintiendo cómo se le erizaba la piel. No estaba acostumbrada a que alguien la protegiera de esa manera, con una mezcla de rudeza y devoción que la desconce