La noche había caído sobre Italia como un manto de sombras cargado de presagios. La fortaleza permanecía en silencio, pero en su interior la tensión era un arma afilada que se respiraba en cada pasillo. Dante, con el rostro endurecido y el traje negro ajustado a la perfección, estaba frente al mapa que cubría casi toda la pared del despacho principal.
Los puntos rojos marcaban las rutas de tráfico que alguna vez habían sido suyas y que ahora estaban en manos de Salvatore. Esos territorios no solo eran dinero; eran símbolos, pedazos de su honor arrebatado en una traición que aún ardía en su memoria.
Mikhail fumaba en un rincón, los ojos como hielo, analizando cada movimiento. Serena, de pie junto a Dante, acariciaba distraídamente la daga que llevaba siempre oculta en el muslo. Su cabello rojo brillaba con la luz de las lámparas, como si ardiera.
—Ha llegado el momento —dijo Dante, su voz grave cortando el silencio—. Salvatore me arrebató mis rutas en Génova y Marsella, me dejó como un