La puerta del despacho se cerró de un portazo que retumbó como un disparo. Corrado entró hecho una bestia, con el rostro desfigurado por la ira, las venas del cuello tensas y los ojos encendidos como brasas. Sus pasos resonaban sobre el mármol hasta que, sin contenerse, arrojó contra la pared el vaso de whisky que tenía en la mano. El cristal estalló en mil pedazos, dejando un rastro de líquido ámbar sobre las cortinas.
—¡Maledizione! —rugió, y de un manotazo barrió todos los papeles y objetos de su escritorio. Las carpetas volaron, las plumas de plata rodaron por el suelo, incluso un pesado candelabro cayó con estrépito.
El eco de su furia recorrió la oficina. Respiraba con dificultad, como un toro acorralado, hasta que un hombre alto, vestido de traje oscuro, entró con cautela. Era Vittorio, su mano derecha, el único al que Corrado toleraba en sus arranques de ira.
—Dime, jefe —dijo con tono grave, manteniéndose a distancia prudente—. ¿Qué es lo que tanto lo enfurece?
Corrado se gir