El rugido del motor de la caravana retumbaba contra las montañas cuando finalmente llegaron al camino de tierra que conducía a una finca apartada. El lugar estaba rodeado de alambradas oxidadas y muros de piedra antiguos, cubiertos por enredaderas salvajes. Serena reconoció de inmediato el terreno; había estado allí cuando era niña, acompañando a su padre en una visita a uno de los hombres más leales de su círculo: El Toro.
La caravana se detuvo en seco. Mikko apagó el motor mientras Dante, sentado en el asiento del copiloto, echaba un vistazo a los alrededores con cautela. No era un sitio cualquiera, y lo sabían. Iván tensó la mandíbula, ajustando la pistola en su cinturón.
—¿Aquí vive tu hombre? —preguntó Dante, sin apartar la vista del portón cerrado.
—No es “mi hombre” —respondió Serena con firmeza—. Es el hombre de mi padre. Si sigue siendo el mismo de antes, tal vez aún quede algo de esa lealtad.
Se bajaron. El aire olía a tierra húmeda y madera quemada. Serena caminó hasta