El silencio del búnker se había vuelto espeso, como si el aire mismo cargara con los secretos que aún no se decían. Serena estaba sentada en el sofá de cuero gastado, con los brazos cruzados, observando cómo Dante acomodaba la pistola sobre la mesa metálica. El sonido del arma al hacer contacto con la superficie fue seco, resonante, y a ella le arrancó un suspiro cargado de ironía.
—Tienes un modo muy romántico de pasar la noche, ¿sabes? —dijo Serena, arqueando una ceja, con una chispa de sarcasmo en los ojos.
Dante levantó la mirada y la sostuvo unos segundos. La penumbra resaltaba sus facciones duras, el gesto frío que tan bien sabía mantener, aunque algo en la forma en que sus labios se tensaron delataba una sonrisa contenida.
—No todos saben seducir con un arma, Serena. Supongo que es un don reservado para pocos.
Ella soltó una carcajada baja, una mezcla de burla y nervios.
—No me impresiona. He visto demasiadas armas en mi vida. —Lo miró de reojo, bajando la voz con un deje