El amanecer llegó con un aire denso al búnker. Habían pasado semanas allí, escondidos, entrenando, compartiendo lo poco que tenían, y aunque el lugar los había protegido, ya comenzaba a sentirse demasiado pequeño para albergar a todos.
Dante estaba sentado frente al mapa que habían desplegado sobre la mesa principal. El café humeante en su taza se había enfriado sin que le diera un solo sorbo. Sus ojos estaban clavados en los pasillos estrechos del búnker, en las salidas limitadas, en lo vulnerable que podían ser si alguien descubría la ubicación.
—Esto no va a resistir —murmuró finalmente, rompiendo el silencio.
Serena lo miró desde el otro extremo de la mesa, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Había aprendido a reconocer ese tono grave en él: no hablaba por impulso, sino porque ya había calculado los riesgos.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
Dante levantó la vista.
—Necesitamos movernos. Este lugar fue suficiente para reagruparnos, pero no es un hogar. Ni siquiera es seguro