La mansión de Corrado Balestra estaba envuelta en un silencio sofocante, solo roto por el tic-tac de un reloj antiguo en el despacho principal. Corrado se hallaba sentado detrás de su escritorio de caoba, con una copa de vino tinto en la mano, los ojos clavados en la nada. Desde que Serena había escapado, la rabia lo consumía. Esa muchacha había sido su pieza de control, su moneda de poder, y ahora se le escurría entre los dedos como agua.
La puerta del despacho se abrió con un leve crujido. Entró Marco, su hombre de confianza, con un sobre de cuero negro en las manos.
—Abbiamo trovato qualcosa, signore —dijo en voz baja. (Hemos encontrado algo, señor).
Corrado lo miró con el ceño fruncido y extendió la mano. Marco colocó la carpeta sobre el escritorio. El aire se volvió más denso.
El jefe de la ’Ndrangheta abrió el sobre y comenzó a hojear los documentos. Su mirada se endureció con cada página. Fotografías borrosas, reportes de movimientos de dinero, esquemas de rutas de contrabando,